(Fotografía: Emilio Calvo de Mora, Praga)
Antaño las ciudades se medían por la altura o la opulencia de sus torres. Hoy el indicador es la afluencia de turistas alrededor de ellas, la estadística de ocupación hotelera o la de subidas a Instagram o Facebook de sus rincones más pintorescos o estéticos. No es el hecho cabal de que se las admire, sino el añadido de hacer que esas torres perduren no únicamente en la memoria, privada y voluble, cuanto también en los registros pactados, en ese escaparate público del que falsamente se infiere cómo somos o con qué ocupamos el tiempo libre. Hace uno, frente a ellas, lo que los otros, toma las mismas imágenes, busca los mismos ángulos. No creo que haya nada puro, todo ha sido convertido, al registrarlo, en mercancía emocional. Exhibo yo mismo el defecto imputable a los demás, no difiero de ellos, en todo somos iguales. Únicamente varía la cámara o el móvil usado, la calidad técnica o artística de la fotografía. En lo demás, somos piezas intercambiables, aunque no nos conozcamos ni hayamos intercambiado una sola palabra entre nosotros. Somos mercancía emocional, torres que se encuadran en la pantalla de una cámara que otro usa.
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