Vi un conejo muerto, se lo comían las moscas. Me tentó sacar el móvil y hacer una foto. Una vez hice eso con un pájaro, pero me turbó entrometerme, vulnerar esa intimidad. Ante la muerte ajena, se arredra uno, comprende abruptamente el vértigo de la existencia, su frágil equilibrio. Lo trágico es la intervención de las moscas, lo que malogra la dignidad del conejo son las moscas, ellas son las inciviles. Al hombre, una vez muerto, se le concede el rango de sagrado, se elabora con esmero el ritual de la tierra o del fuego y se procede al perdón (morir limpia todo expediente oscuro) y, en casos, con justificación o sin ella, al elogio. No entra en este relato el concurso de las moscas. No procede que afeen la comisión del sepelio ni que evidencien lo conocido, que el cuerpo va a lo suyo, más incluso cuando no tenemos gobierno de sus actos. El cuerpo se oxida. Todo es cosa de esos radicales libres y ese vicio que tienen de inflar de oxígeno nuestras células y envejecerlas. Química insensible.
Nos diferencia de todas las demás criaturas (conejos, moscas, pájaros) la voluntad de que no quede rastro nuestro una vez se detiene el corazón. Fuimos humanos cuando nos compadecimos de nuestros muertos. La misma fe proviene de esa necesidad de dar dignidad a los que amamos y nos dejan. Pobre conejo, huérfano de afectos, no hay quien se compadezca y le espante las moscas o le recoja y dé sepultura, pero no nadie se ofrece, ni yo quise. Así que tuve al conejo en la cabeza toda la tarde. Lo que hice fue suprimir las moscas, permití que se hospedara ahí, a salvo del rigor de la muerte. Ya no pienso tanto en él, no creo ni que sea bueno. Acabarán perdiéndose los dos: el conejo de verdad y el fabulado. Somos humanos porque seguimos recordando a nuestros difuntos. No les borramos, no dejamos que el olvido se apropie de ellos. Da igual que exista un lugar en donde reposen a oscuras, solos. Yo querré que el fuego camine conmigo, como en el hermoso título de la película de Lynch.
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