3.5.18
Tengo a Peterson y a Carver
Me fío de mis vicios. Los mimo, me confortan, nos entendemos. Estamos en esa extraña sintonía que en ocasiones justifican la existencia misma. A poco que pienso en ellos, en cuanto los razono, comprendo que no podría vivir sin su presencia. Por vicio entiendo esos pequeños o grandes asuntos sobre los que deposito una parte considerable de mi felicidad. Estoy por calzar en esa etiqueta asuntos de menor fuste, pero que engolosinan mi ocio y hacen que sea más llevadera la vigilia. También caigo en la cuenta de que no se puede ser feliz a tiempo completo. Se nos ha vendido esa idea de la felicidad: la de volcar toda la existencia en su búsqueda. No se precisa mucho, la verdad, pero no entra en mis cálculos que escaseen o que, más dolorosamente, falten. No hay en ninguna de estas consideraciones mías un indicio de originalidad. En casi todo hago lo que otros, me comporto como los otros y exhibo las mismas grandezas y flaquezas.
Soy un vicioso medioburgués, soy un adicto a mí mismo o a lo que he ido encontrando aquí y allá y ha modelado mi persona. No difiero de otros que, en alguna otra esquina del mundo, estén ahora mismo escuchando a Oscar Peterson o que anoche, antes de conciliar el sueño, leyeran a Raymond Carver o vieran la última de Woody Allen (Wonder Wheel, muy buena, sin rivalizar con las clásicas). Por eso no poseo una especial fascinación por lo que hago. A diferencia de los niños, que poseen una confianza absoluta en su talento, dudo a cada texto que añado a los miles de textos que ya he escrito. Con todo, no decae la voluntad de seguir creando. Quien crea, el que hace de unos muebles un árbol, como pensaba Anne Sexton, posee un gobierno de la realidad de la que carece quien solo asiste al teatro de los demás, sin alumbrar nada, en esa estéril posición, envidiable, en cierto modo, en la que solo observamos, en donde únicamente procesamos la belleza, admirándola, pero sin producirla. Y no está en mi mano opinar sobre esa dulce maniobra lúdica. No me incumbe ni la ansío. Para eso tengo la masiva producción ajena.
Tengo a Peterson y a Carver, a Bacon y a Lubitsch. Tengo el jazz de Nueva Orleans, el blues de Chicago, el cine negro de la RKO y la poesía surrealista, pongo por caso. Tengo la cultura. La que sea que tenga, la cultura que nos hace, antes que nada, sensibles. De ella, de su fastuoso escaparate, extraigo lo que me complace, todo a lo que sucumbe mi asombro. En crear, en ese campo grande y goloso, no solo entra la literatura o la música o la fotografía. Uno crea en la cocina, en la conversación, en cómo va adaptándose a las circunstancias, en la manera en que resuelve los conflictos que lo cercan. Y tengo a Peterson y a Carver. Quizá con eso no tenga mucho sentido ese deseo de crear. Que creen los otros. Es (además) la única manera de que la industria del entretenimiento (es decir, la cultura, la belleza, la inteligencia, pero vendidas como un juguete) prospere. No sé si por ahí, por la cultura, está la salida y podemos de una vez por todas dejar atrás el caos y el vértigo.
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