10.5.18

La más artera



Hoy me he levantado constipado, estornudando más de la cuenta, sin que intermedie la alergia primaveral que padezco. Pensé en si es sólo el constipado lo que me preocupa o si debiera beber o fumar menos o incluso no hacer ninguna de esas dos cosas, pero son pensamientos de una fugacidad asombrosa. Los retiro con la misma presteza con que acudieron, me sorprende que venza la parte mía responsable sobre la que no lo es. Al cuerpo, cuando se le conceden licencias y se le procuran placeres, le cuesta poco pedir más, hacer ver que está necesitado, huérfano, hambriento, abandonado.
El cuerpo es insaciable, no se le contenta con facilidad, exige más, es un yonki. De ahí que me llamara la atención que la cabeza, la que piensa y la que preserva, la que está obligada a regañar y a censurar, desoyera las reclamaciones del cuerpo. Así que tras ingerir las pastillas de la mañana y organizar el desayuno, he caído en la cuenta de que hay una batalla por ahí adentro: la libra la luz contra la sombra, el deseo de durar más y el de disfrutar más contra el de cuidarse. Siempre existió esa batalla, aunque uno se percate de sus trifulcas o las perciba vagamente cuando suena alguna alarma en forma de resfriado o de dolor de tripa o de cabeza.
Todos estamos enfermos de algo, a todos nos aqueja un mal, no hay día en que sintamos un dolor, por pequeño que sea, ninguno en el que no se piense en la enfermedad, en la propia imaginada o verdadera o en la ajena, en la que padecen los otros y se ve en la distancia, sospechando que cualquier día es bueno para que nos visite y, cuando la enfermedad se aleja, cuida el enfermo de no recaer, se administra la medicación con esmero, no se arrima a lo que no le conviene, sortea los obstáculos con los que se le tienta y se esperanza en que la dolencia regrese tarde o no lo haga de ninguna manera.
Hay quien tiene con sus enfermedades una relación casi amorosa, íntima hasta lo carnal. Alardea de que le duele esto o aquello, ensaya el modo en que contará sus aflicciones y sostiene sin pudor que no espera mejoría o que no le importa que los quebrantos sean tan suyos como lo son sus brazos o sus piernas o su carácter. Tengo amigos que no reparan en explayarse cuando se les pregunta cómo andan, si pueden salir o seguirán en reposo, al resguardo de la casa, confortables y resignadamente convalecientes. Pierden chispa cuando la enfermedad les abandona, no saben de pronto de qué hablar, merodean las conversaciones, van de una a otra sin entusiasmo, como si se les hubiese retirado de cuajo la locuacidad que antes brillaba cuando tosían o padecían ardores o dolores de cabeza. Yo mismo, cuando he enfermado, he apreciado esa voluntad ajena consistente en darnos una especie de mimo. En el fondo sólo deseamos que nos amen. La enfermedad puede ser un instrumento de la felicidad. Uno retorcido, pero válido.
La enfermedad, cuando se enquista, aburre y aturde a quien la sufre y a quien la escucha; produce en los dos la sensación fiable de que no hay nada afuera de ella, nada que rivalice con su alarma y con su caos, con su vértigo y con su locura. El enfermo hace literatura de sus achaques. Quizá sea ésa, la enfermedad, la que mueve al mundo, la que lo hace girar, la que lo tiene en danza y en ofrecimiento. Toda la historia de la literatura vendría a ser una especie de extensísimo informe clínico en el que muchos autores relatan los avances y los retrocesos de las patologías y se enredan en los consuelos, en toda esa suerte de artefacto balsámico con el que sortear o esquivar enteramente los accidentes que acarrean. Uno es esclavo de lo que padece, viene a decir ese gran argumento universal.
Estar enfermo nos tiene a medio hacer, es una media vida, una vida de préstamos y de química. No es lo mismo una enfermedad que otra, no hay dos convalecencias iguales. Las hay fortuitas y de poco asiento, en las que el paciente ni tiene conciencia de que anda mal o no sabe verbalizar qué padece; las hay esperadas y festejadas, y tóxicas como un Luz que te ciega irreparablemente, aunque en el fondo quemen y anulen y maten. Se busca en ellas el calor ajeno, la posibilidad de que alguien escriba unas palabras en el yeso con el que nos corregían el brazo roto cuando niños. Durante el tiempo en que tenemos puesta la escayola, somos la atracción absoluta de la vecindad. Mientras está ahí o incluso a veces cuando la retiran, sabemos que nos preguntarán y tendremos ingenio para contar la historia de la caída y de la fractura del modo que nos plazca, poniendo énfasis allí o restándolo aquí, dejando que sean las palabras que guíen el relato. A veces echamos de menos un brazo roto, dicho de una manera absolutamente no literal. Deseamos que nos agasajen con el interés sobre nuestra salud, ésa que tenemos a medias o no la tenemos de ninguna manera, que también hay enfermos terribles que han terminado incorporando la enfermedad a su ánimo y a su carácter y a su modo de respirar o de desplazarse y no conciben su vida sin ella. De esa paradoja surge también una género literario.
Nunca se está enfermo a voluntad propia, pero hay quien permite que acometa la enfermedad, aunque luego ella obre a su antojo y haga cuartel de la casa que se la ha ofrecido. Un conocido con el que compartí reclusión militar se desarropaba de noche, pisaba descalzo el suelo y hasta desoyó la primera medicación impuesta por un buen doctor que allí había y que se preocupaba sinceramente de sus pacientes. Fumaba en invierno al fresco, en la puerta de la cantina del cuartel o en la del barracón, pidiendo fumar dentro sin problema. Cuando el frío le caló bien hondo los huesos, cayó enfermo de verdad, se le llevaron al hospital y anduvo allí ingresado el tiempo suficiente para abjurar de su locura médica. Perseguía que se le librara de las guardias y quedara confortablemente acomodado en la cama o en los sillones de la compañía, leyendo como le gustaba o viendo una tele enorme en la que cualquier programa era (en ocasiones) el mejor de los programas. Hubo otros que se lesionaron a posta con objeto de no ser reclutados para unas maniobras. No lo aireaban, no contaba a qué recurrieron para exhibir las heridas en los pies o al dolor reticente en el hombro. Preguntados en la intimidad de la cantina, referían que se golpearon contra la taquilla o que aplicaron una cabeza de martillo sobre la herida que le había causado el zapato de vestir, el usado en los desfiles, cuando nos vestían de bonito y salíamos a recorrer las calles o los patios de otros acuartelamientos. De ellos guardo la convicción personal de no estar a capricho de la voluntad ajena sino depender en última instancia de la propia, la de sortear los obstáculos, pese a que salieran diezmados, rebajado no sé si el amor propio o la dignidad o algo así elevado y noble que ahora no sabría nombrar.
Tampoco sé ahora si actué de parecida manera en alguna ocasión y los años, que lo borran todo o lo rescatan todo, me han impedido mirar con objetividad aquella época en la que uno andaba todavía a medio curtir, si es que ahora se puede decir que esté ya enteramente curtido. Nunca se está bien del todo, podría decirse. Siempre hay algo que nos afecta o que nos reduce. Da igual que sea leve y no deba ser tenida en cuento o incluso ni siquiera sea percibida o que sea grave y nos lastre y acabe marcando nuestra vida y, en cierto modo, acortándola, produciendo la sensación certera de que esa vida está en manos de la enfermedad y será ella la que la finalice.
Decía mi abuela, a la que quise mucho y de la que siempre tendré el mismo festivo recuerdo, que lo peor que podías hacer con un reloj que mostrase una avería era llevarlo al relojero. Ese acto en apariencia sencillo y lógico sería la muerte misma del reloj. No dejaría de estar averiado nunca, si se llevaba a quien lo reiniciara; no tardarías mucho (sostenía) en llevarlo de nuevo y así hasta que decidieras hacerte con uno nuevo. Creo que quería decir que el reloj ya venía averiado desde la misma fábrica. Tendría en sus tripas un tornillo sin ajustar del todo desde el que se desmoronaría la máquina entera. Ahora lo llaman obsolescencia programada, y al tornillo, los listos de ahora, con su vocabulario precioso, le llaman algoritmo. Todo es cosa de que un algoritmo no esté bien implementado. La vida entera, considerada con cuidado, es un logaritmo o una sucesión aleatoria de logaritmos. La misma enfermedad de la que hablo es un algoritmo caótico, no tiene piedad, se impregna y hace cuartel en la casa a la que no se la invita, la muy artera. Que ustedes rebosen en salud y sólo os alcance un frívolo constipado.

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Un aforismo antes del almuerzo

 Leve tumulto el de la sangre, aunque dure una vida entera su tráfago invisible.