Cada uno en su infierno y Dios en el de todos. Siempre me fascinó la idea del infierno, pero la atracción fue absoluta cuando dejé de creer en que pudiera andar por ahí a la espera de que yo resida en él o que mis buenas acciones eviten que entre. Con Dios viene a pasar algo parecido: lo tengo a mi lado de un modo más cercano a medida que lo aparto de mis creencias o cuando lo retiro abiertamente y no considero que nada suyo me impregne. Es más mío cuanto más lo alejo. Si no me preguntan por él, sé quién es. Si lo hacen, si me hurgan, cuando indagan en que me explique, menos sé de él o a veces, por unas u otras razones, no sé nada. Soy un creyente fluctuante o un descreído voluble. Me va bien ese viaje. En cualquier caso no es una relación conflictiva, no me oprime, ni me preocupa. En ocasiones noto como si me abrazara y en otras, sin que intermedie mi voluntad, lo siento lejos o incluso no lo percibo en absoluto. Hay días enteros (semanas, meses) en que no se me ocurre pensar en él, invocarlo, tenerlo a mano y hay días enteros (semanas, meses) en que me evado, no comulgo con el espíritu divino, lo guardo, no interpongo la voluntad, no niego que Dios irrumpa y, a su arcano modo, me susurre, me incline a que lo atienda y le dé cobijo o Èl me guarezca a mí. En cierto modo, me apasiona esa lubricidad espiritual. No está nunca impregnada de iglesia, no es su enseñanza algo que me interese lo más mínimo. Todo queda, a la manera de Borges, en disfrutar de la religión como una rama de la literatura fantástica y Dios , en su vastedad, protagonista absoluto, personaje antológico, criatura perfecta en su halo de ficción pura o de irrealidad forjada por la imaginación del escritor. Así transcurren los días, así los clausuran las noches.
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1 comentario:
Totalmente de acuerdo.
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