17.5.18

Trío con Pascal y Hopper



                                                     Intermission, Edward Hopper


I
Pascal escribió que no hay hombre que difiera tanto de otro como de sí mismo en el decurso de su vida. Por eso hay días en que uno se levanta pletórico, convencido de que la vida le va a bendecir o de que todo está en su lugar y ofrecido a nuestro capricho, y acaba yendo a la cama hecho un trapo, hundido, convencido de que la vida nos atropelló o de que nada bueno pasó a beneficio propio. Días en que no eres amable, ni templado. Días en que ves a Dios en los grumos del café o al demonio en la sombra que proyectas cuando caminas. Días en que eres un padre maravilloso, uno bueno de verdad o eres el peor padre que pueda existir. Días que escribe el amor las líneas del texto y días en que no hay amor, ni nada que lejanamente se le parezca, en lo que hacemos, en lo que decimos. Días en que alguien hace que tengas fe en el género humano. Días en que alguien hace que desees no haber sido educado en el respeto ni en la mesura y te dan ganas de abrirle la cara. Yo mismo tengo días en los que me reconozco enteramente y días en que no tengo ni idea de quién hace o dice cosas en mi nombre. No hace falta ir al trayecto de una vida entera, como escribía Pascal. Basta un día, un extenso día. Con ese tramo del tiempo podemos sentir que somos dos o somos más incluso. No es difícil que a veces uno se descarríe, desbarre, se obceque, no dé una a derechas, crea que todo el mundo está en su contra, acepta que el azar se obstina en contrariarlo o que el cosmos entero (he aquí el veneno de Coelho) conspira para que se precipite al vacío y reviente al tocar al suelo. Tampoco que concurra toda la felicidad en un momento y uno (en su humildad, en su completa y sincera modestia) encuentre la dicha, el júbilo, la gracia misma y sea suya. Hoy, cuando se me envalentonó la tensión, pensé en todo eso, en la tolerancia, en la resistencia, en la claudicación, en la mesura, pero no vienen esos deseos cuando se les invoca, no acuden a auxiliarte a la primera, con presteza y diligencia. La tarde ha ido bien, he visto la luz y la luz me ha acurrucado en su arco de colores. 

II
A mi amigo K. se le ocurrió la idea de convencernos de que no era realmente él, sino otro, uno del que no sabía nada, al que no podía controlar, con quien batallaba con irregular éxito y que, en definitiva, le acompañaba a diario como una sombra, sin que lograra ajustarla a su paso, convencerla de que el dueño era él y hacía lo que él proponía. K sostenía (en uno de sus arrebatos, en uno de los muchos con los que amenizaba las charlas) que no hay nadie que responda de sí mismo en todas las circunstancias. Como si obrar mal pudiese justificarse siempre, como si obrar bien fuese manejo del azar, como si lo que somos no dependiera de nuestra voluntad sino de una voluntad externa, una especie de dios rudimentario y caprichoso que escribiera la trama del teatro que representamos. K. fue un Pascal doméstico. O un Borges en el momento en que se le ocurrió el poema del ajedrez, ése que se interroga sobre las piezas del tablero, de cómo se disponen, de qué artero o benigno oficio realizan y de quién mueve los hilos de sus movimientos y, de camino, de los nuestros, en nuestro tablero enorme, en el teatro que nos ha tocado en suerte (o en jodida desgracia). Es curioso (doloroso, también) que se pretenda borrar ese pensar trascendente de Pascal de las aulas. Sigo perplejo (e indignado) por la incompetencia en materia educativa de quienes nos gobiernan. Se cepillan la Filosofía, la arrumban, la tratan con el miedo que siempre causó (ay) y siguen en la idea de que el pueblo leído no conviene. Luego reculan, luego comprenden y traen a Pascal nuevamente a las pizarras y vuelve a correr las aguas, que fueron detenidas y, en ese estancamiento, hedían. Tenemos a veces gobernantes que hacen que la realidad hieda, dicho de un modo amable. Con lo hermoso que es pensar. No digo ya otros beneficios. Sólo me quedo con la belleza de ese maravilloso acto. Confieso que a veces no lo ejecuto como quisiera y que otras, por más que me esfuerzo, no estoy a la altura. Ahora mismo, a estas horas, cuando pronto abrirá el jueves, sólo pienso en la necesidad que tengo yo de no conciliar el sueño y dedicar el insomnio a invitar a Pascal. No sé si he estado pensando en él o en Coelho. Se me ha hecho un nudo en la garganta al considerar esa duda. 

III

Pascal escribió que la infelicidad del ser humano proviene de su incapacidad de estar en soledad. Acudimos al remedio que se precise, inventamos los entretenimientos que convengan: todo por no quedarnos solos, por no tener que mirar adentro y escuchar lo que quiera que por ahí digan. Es el alma, esa residencia antigua, de la que los filósofos, los sacerdotes y los poetas han contado verdades y mentiras, tramas razonables y argumentos bastardos, la que en cuanto puede se manifiesta, se hace ver, implora la atención que no le concedemos y ocupa su lugar en el mundo. Tengo un amigo que mide su felicidad por el grado de intranquilidad que tiene cuando intenta conciliar el sueño. Si tarda y la cabeza le lleva de un lugar a otro, maquinando planes para el día siguiente o revisando los planes cerrados el día difunto, se levanta malhumorado, pronostica que la jornada va a ser mala y que la resaca de esa travesía del espíritu, la de pensar y hacer que pese lo pensado, le va a pasar factura. Pensar siempre fue una actividad de riesgo. Puede uno encontrarse con lo que no espera o lo que no desea. Lo mejor es evitar esa exposición, procurar que no se dé jamás la ocasión en la que no se tenga nada que hacer y el demonio se nos arrime y nos ponga frente a nosotros mismos. Por eso hay que tener al demonio de nuestra parte, saber que podemos contar con él y que no se pondrá hostil ni nos dejará en evidencia. Un demonio privado, maleable: uno con el que despachar largas conversaciones, del que esperar que nos haga pensar y nos empuja al borde del abismo. Puede ser dios el demonio. Todos los dioses ocultan el mal, ninguno inventado por el hombre representa el bien absoluto. Ni siquiera queremos eso, el bien absoluto. Nos conformamos con un bien eventual, accesible, no demasiado insistente, que permita salir y ver la periferia, asomarse al abismo. No saber estar solos, no querer tampoco. El miedo fundamental de nuestro tiempo es la falta de voluntad para ocuparnos de nosotros mismos. Preferimos que otros rellenen el hueco que vamos dejando. Nos refugiamos en la literatura, en el parte del tiempo, en el cine, en los partidos de fútbol, en los programas de recetas de cocina, en la prensa deportiva, en los escaparates, en los gimnasios, en las clases de inglés, en los oficios de misa... Todas esas tramas, grandes o pequeñas, verosímiles o no, amenas o aburridas, cubren cierta necesidad primaria de información, pero solventa el problema de fondo, el de no querer mirar adentro, el asunto de la soledad, la no deseada, la que acude sin ser llamada, la que obstruye, la que cercena, la que duele. Luego está la otra, bien se sabe, la soledad anhelada, la que no obstruye, ni cercena, ni duele, sino que conforta, alivia, alimenta, la sonora, que dijo alguien, la que nos arroja a la sombra que vamos dejando o al espejo, pero ah la felicidad de estar solo a sabiendas, de no precisar injerencia externa, de no necesitar de nadie. Ah del regreso, ah del placer de buscar más tarde con quien compartir ese gozo solitario y decir qué vimos en el pasaje, qué bendito gozo tuvimos al internarnos en él y recorrerlo sin compañía. No sé por qué, pero de pronto me he acordado de unos cuadros de Hopper.

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