Ha pasado siempre: eso de que los ricos hagan turismo teológico. Van a Roma y, entre capilla y palecete, entre arquitrabe y capitel, buscan moza concupiscible, mística a ser posible, para echar un casquete histórico, aupado al ránking de casquetes monumentales. Oí anoche en la radio que las prostitutas de las calles romanas buscan ahora un perfil determinado: el señor con cara de no haber roto nunca un plato y que compra postales de estatuas de césares y estampas marianas. Abundan. La noticia alarmaba al periodista radiofónico, aunque no se rasgó ninguna vestidura y los hertzios no evidencian los rictus en el rostro ni la sangre yendo y viniendo por el cuello, fatigado por el stress emocional. Entiende uno que hay emisoras de radio para todos los sacrosantos gustos y que alguna tiene que haber que se duela cuando se frivoliza sobre teologías. No he visto yo, por otra parte, materia de más reacia disposición al análisis racional que la fe: hay una delicadísima negación de todo lo que suponga acudir al sentido común, que niega la fantasía interesada, el desvarío del cielo y del infierno y de un dios que se apunta a todos los festínes del alma. La culpa de esta zozobra mía debe venir por los libros. O por algunas compañías. Amigos que te influyen, amigos a los que influyes. Hay un momento en la vida en que te emocionan los versos de Pablo Neruda en Isla Negra o las Sagradas Escrituras: todo viene a depender del entusiasmo que nuestro anfitrión cultural disponga para reclutarnos. Yo fui afortunadamente reclutado por el blues del Delta y por los cuentos de Borges, por la filosofía de Nietzsche (eso tiene su época) o por las conversaciones políticas acodadas en la barra de un bar bien templados de bourbon. Sin caer en excesos, este catecismo sentimental ha instruido mi ingreso en la sociedad del conocimiento, del placer y de la opinión personal libre. Hoy ha dicho Savater en la radio, a propósito de una reedición de su Política para Amador y un Diccionario de términos cívicos o algo así, que el hombre es, por naturaleza, cómodo en materia de opinión. No la tiene propia en muchos casos, sino pillada de alguna otra a la que concede el beneplácito de la certeza. También el propio Savater, al que admiro sinceramente, tuvo que mirarse en alguien cuando moldeaba su pensamiento crítico: gente de dialéctica acerada y prosa finísima. Ahora él es el mirado. Los turistas sexuales que fatigan Roma no escapan de esta reflexión, pero ellos matan varios pájaros en una sola pernocta. El verbo se hace siempre carne.
20.9.07
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