Aquejado de terribles jaquecas, un galeno de reconocidas inclinaciones poéticas prescribió a Juan Alberto Crisóstomo Arteaga fajarse en poemas con versos alejandrinos para adquirir más cuajado oficio lírico o para malograr definitivamente su desempeño y así ocuparse sin la maledicencia del fracaso en asuntos de más pedestre fuste. Poco o nada preparado al rigor de la métrica, el paciente Arteaga pidió verso libre, haikus o, en el peor de los casos, pareados de sencilla factura, pero fue en balde. Empezaremos con alejandrinos, si no hay mejoría, pasaremos al soneto, sentenció con contundencia el doctor. Al principio le costó armar las catorce sílabas, gobernar el lugar exacto del hemistiquio y repartir siete exactas a izquierda y derecha de la cesura con su acento en tercera y en decimotercera. Cuando se familiarizó con esa métrica diabólica, le salían alejandrinos como churros.
Con las prendas de sus logros bajo el brazo, alegre como un adjetivo cincelado por el numen mismo, Arteaga se arrogó el inverosímil propósito de que cuanto hablara respetaría la disposición silábica alejandrina. El fracaso de la empresa lo sumió en la tristeza. Dejó de acudir a los juegos florales a los que vanidosamente solía, no respondía al correo ni aceptaba que los allegados le visitasen. Ese decaimiento le hizo enfermar. Las jaquecas repuntaron. En un arrebato de lucidez, consintió confiarse a la intendencia de otro facultativo. Con pudor, con dificultad, le rindió la causa de sus males. Determinativo, el médico le conminó: “En adelante, cuando se dirija usted a mí, lo hace en alejandrinos, ya sea aquí en la consulta o por el conducto que más le plazca. Los poetas sois la salvación del mundo. No hay nada que la medicina pueda hacer. Debe perseverar, debe encomendarse a la gracia de la inspiración”. Regresó Arteaga a su mesa de trabajo y ocupó días enteros en forjar las palabras viejas y las convocadas primerizamente, hasta que el mundo entero, el mundo con su cielo azul y sus altos árboles, el mundo alegre y el triste, se le presentara en sólidos bloques heptasílabos.
En una de esas mañanas de fluida producción poética el amor sorprendió a Arteaga en la cola de la charcutería. Sus ojos se prendaron de los ojos de una muchacha de una dulzura absoluta que pedía mortadela siciliana. Era una ninfa, era una bendición que el bendito azar le había puesto en su camino. La abordó con las esmeradas maneras a las que acostumbraba. Montó los versos en la cabeza y los volvió a montar. No satisfecho, requeridos los más dulces y bruñidos, sacó su móvil y le pidió al chat GPT que se apresurara en escribirle algunos. El algoritmo tardó menos de lo que se tarda en lonchear medio kilo de mortadela siciliana. Cuando los tuvo, eufórico, transido en gozo, los declamó con arrobado entusiasmo.
“Tu amor es un banquete que sacia mi alegría,
un festín de caricias que endulzan mi tristeza.
Como pan y mortadela, sencillo pero eterno,
en tus brazos encuentro la paz que siempre busco.
Tus besos delicados me saben a poema.
Eres mi complemento, mi musa y mi quimera.
Eres todo en mi mundo, eres mi mortadela"
No hubo consuelo cuando la joven rompió en risas; no las prudentes, como temerosas de importunar a quien las escucha, sino las risas barítonas, las ampulosas, las risas con las que el alma se derrama en la más absoluta de las desvergüenzas. Se determinó entonces a visitar a un tercer médico que por fin atinara a dar con el origen de sus males y, con suerte, enderezara su zozobra lírica. Al que acudió, nada más escuchar el relato de sus penurias, le pidió encarecidamente, con colmo de convicción, que se apañara un buen saxo tenor y escuchara toda la obra tardía de John Coltrane. “Debes aplicarte en la improvisación pura, pero respeta la alternancia de los ritmos. Construye las armonías sobre intervalos de tercera y cuarta. Haz frases largas, vigila la progresión de los acordes. Si es preciso, busca a Dios cuando emboques el saxo. Cierra los ojos. Déjate acariciar por la sublime coherencia del caos". Arteaga salió más que preocupado de la consulta. Compró un instrumento caro. Lo tuvo encima de la cama durante días. Se acostumbró a dormir en el sillón. Por no cortejarlo con los dedos precipitadamente. Por pensar cómo le contaría a los pulmones el trabajo exquisito que se les requería. Eso le contó al doctor. "Ya no tengo jaquecas", añadió. "Tengo unas contracturas enormes en la espalda. Me duele el cuello. Creo que iré al fisio. Hay uno aquí cerca”
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