9.9.24

La abeja industriosa en el terrón de azúcar


 

  No sé si merece la pena buscar la que menos te penalice o la que te aplique un correctivo más benigno. Lo de la eternidad no me acaba tampoco de cuadrar mucho. No hay vida con la que se pueda trasegar sin que exista un fin en el horizonte. Una de las funciones del sueño es precisamente esa, la de cancelar la realidad, la de encapsularnos durante unas horas para que podamos reponer el brío que se ha ido vaciando durante la vigilia. Hay noches en que, a poco de caer en el bendito sueño, piensas en lo bueno y en lo malo que hubo durante ese día, en la manera en que hemos acometido las obras con las que seremos vistos, con las que los que nos medirán o sencillamente con las que se nos recordará. Quizá la conciencia sea el infierno, que es una patria privada, cada uno forjando la propia.. Debe estar ahí, cosida a los pensamientos, embutida en ellos, convertida en una extensión fiable de las palabras que decimos y de las que callamos, de los gestos que hacemos y los que censuramos.  El infierno es siempre uno mismo. También el cielo. Toda esa propiedad mística de las bendiciones y de los pecados es sólo literatura fantástica. 

Anoche leía a William Blake. No he podido evitar dejar escrito aquí una brizna de ese influjo. El lunes recién abierto no ha sido el infierno tan temido. No obstante, en uno de sus tramos, ya he percibido la mano temblorosa del bardo inglés. Escribió, por ejemplo, que a la atareada abeja no le queda tiempo para la pesadumbre. Ahí esta la abeja, en su dulce trasiego, en la ajena propiedad de la ignorancia. Ni siquiera sabe que existen los fines de semana. A mi amigo Antonio le dejo una frase que solíamos dejar caer en los bares cuando la cabeza anunciaba los quebrantos habituales: el camino del exceso lleva al palacio de la sabiduría. De eso hace pronto cuarenta años. Hay bares a los que hemos vuelto. Algunos han cerrado. Ahora, en esos locales, dispensan medicamentos o venden tabaco o te convencen para que te afilies a un sindicato o escuches a uno de los dioses de las últimas tierras conquistadas por el , que sigue su invisible periplo colonizador . Todo viene a ser lo mismo.

La realidad que vemos está desenfocada. No es la misma que la que  percibe una mosca o un murciélago. Tal vez las palabras también contengan la misma huidiza y frágil compostura de la luz y si yo digo:”Hoy será un día espléndido” quien me escuche traduzca mi elocución con algún desenfoque particularmente suyo, ni siquiera común a otros que participen en esa restitución verbal de un sencillo (en apariencia) estado de ánimo. Unos creerán lo que digo sin que exista posibilidad de que yo me pronuncie con ironía o con sarcasmo. Como si el espíritu de la abeja, su propósito sin fatiga, nos hubiese colonizado también. Como si la eternidad misma residiese en el trabajo minucioso de afanar el polen de la flor más dulce y volar más tarde con su regalo de vida en las alas por el ajeno aire. Como la abeja industriosa posada sobre un terrón de azúcar. 


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