Tal vez nunca debamos saber qué hay detrás de la pantalla. La ficción debe bastar. La historia es la que cuentan los fotogramas, aunque en ocasiones se filtra la trastienda, la vida real. El cine crea un desorden luminoso al que debemos conceder la autoría emocional de todos nuestros sueños. Quizá sea bueno ignorar la biografía, no sé, lo estoy diciendo y todavía no lo tengo del todo claro. Deberíamos, lo digo con un resquicio de duda, no prestar atención al vértigo de la fama, a esa rueda de morbo puro que ofrece la cara sucia de las estrellas o su normalidad, si por la mañana toman café leyendo la prensa o van al súper a comprar pan o fruta, la historia interior, tan igual a la nuestra, tan accidentada como la nuestra y, a veces, tan rutinaria y gris. La vida de las estrellas enturbia el resplandor que dan en el cine, cuando las luces se apagan y realizan el trabajo por el que se les paga, aunque yo nunca pensé que a Bogart le pagaran por decirle a Sam que la tocara de nuevo o que la Bacall (así la nombraba mi padre) fumara con esa elegancia. Actores mediocres o incluso sencillamente competentes dan a veces su verdadera dimensión dramática en casa, en las fiestas, en cualquier lugar en donde no haya cámaras que registren el prodigio escénico. La talla de Erroll Flynn era su verga (cuentan) aporreando un piano, aunque luego engolosinara a varias generaciones con su pose juguetona y su muy rudimentaria y efectiva forma de interpretar, alimento de las tardes en la mesa camilla de mi infancia. Marilyn Monroe murió tan joven y tan divina que es completamente necesario fabular lo que le apetezca a uno y pensar en cómo sería en la cocina o de compras o en un paseo casual por un parque. A Ava Gardner la arrojaron al vicio (es un decir, al vicio hocica uno solo) y fue la diva ligera de cascos, ancha de caderas, de gañote ancho, libido exigente y fácil revolcón, pero nada de lo que hizo (en Madrid, consta en muchas actas) induce a pensar en que los biógrafos o los rumorólogos quisieran colocarle gratuitamente el cartel de ninfómana. Yo no pienso en eso o no quiero pensar en eso cuando la veo como un gato hermoso (no soy original en esto ni en nada) desplazándose con pasmosa sensualidad en las escenas. Y las fotografías en las que Lauren da fuego a Humphrey o en las que se observan, acaramelados, cómplices de un amor que no es posible (ni necesario) entender, me empujan a querer saber todavía menos. No me cuenten que se divorciaron, que él bebía muchísimo y que ella buscaba amor fuera del conveniente reducto conyugal. Nada de esa soportable rendición de datos podrá borrar la magia de todas las películas que hicieron. Vean: hasta trajeron descendencia. Steven se parecía muchísimo a su padre. Si necesitamos que comparezca Lauren, silbamos. Como en "Tener y no tener". Bogie, así le llamaba, acudía sin demora. Cuando el cáncer de esófago se lo llevó, Betty tenía 32 años. los últimos 12 como la señora de Humphrey Bogart. No sé pensar en uno sin que se cruce el otro. Las cuatro películas que hizo con él (Tener y no tener, El sueño eterno, La senda tenebrosa y Cayo Largo) son patrimonio cinéfilo de la humanidad, mío con más predicamento. Hoy cumple 100 años. No están en ningún plano robado a la ficción. Son cine.
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