8.9.24

El imperio Yegorov / La salvación por la literatura

 




Hay novelas que tienen muchas novelas dentro, matrioskas rotundas que inacabablemente codician que la mano que las hace surgir se engolosine con la endiablada empresa de agotarlas. También puede concederse la idea de que esas novelas no requieren un único lector, sino que favorecen la comparecencia de muchos. Al sobrecogido (privilegiado y eufórico también) depositario de esa encomienda, la de escindirse en otros y finalmente saberse obligado a regresar a ser nuevamente la unidad, esa condición aburrida de la existencia que la literatura, la buena literatura, mágicamente contradice, se le está entregando con esta novela un artefacto de meticuloso  y certero alambicado: las circunstancias que se narran discurren con absoluta precisión, no hay nada dejado al azar, cada pieza ensambla con las que tiene a su vera y, milagrosamente, con todas las que se disponen en el tablero de la trama. Y qué trama la de "El imperio de Yegorov", la espléndida (lo diré más veces) novela de Manuel Moyano. 

Lo más difícil de armar una novela y darle consistencia definitiva (en estos días sé bien de lo que hablo) no es tomar una frase desde donde arrancar, ni siquiera una historia, que no siempre tiene aire de novela, pero no es incumbencia del escritor, sino de quien lee, una historia a la que calzar unos personajes, un nudo fluido, el desenlace prescrito: es la elección de quién narra. Ahí podría residir la entera rendición de sus virtudes . El recurso de Manuel Moyano es uno de los más felices atrevimientos que este lector se ha encontrado: no propicia un único contador de esa precisada historia, no le arroga a ese fabulador omnisciente una intendencia, prefiere no atribuir a alguien la urdimbre del entramado estrictamente narrativo. Este novelista (prodigioso, lo diré más veces) se las ingenia para servirnos esa trama asépticamente, aunque luego esa limpieza no sea tal. No habrá nada que nos haga descubrir una injerencia del autor, una inclinación a que prospere algo suyo. Con todo, paradójicamente, habrá quien descubra la intimidad del que escribe, que recurre al humor, ocupado cuando se le precisa en aligerar la atrocidad de lo narrado. Así leemos fragmentos del diario de un antropólogo japonés, transcripciones de interrogatorios, informes de una agencia de detectives norteamericana, informes policiales, conversaciones telefónicas, correos electrónicos y postales,  comentarios en un blog, obituarios, entrevistas, informes forenses, SMS, telegramas, noticias de prensa y hasta un prospecto farmacéutico. Todas esas piezas casan con maestría. Si de ese cuerpo de pruebas periciales se retirara un miembro (uno pequeño, no sé, uno de esos correos, una página de un diario) todo el organismo se desmoronaría, perdería ese sentido de presencia total, de minucioso puzle compuesto con asombrosa paciencia. Ese despliegue logístico se manifiesta con una claridad apabullante. Moyano hace de ventrílocuo: las voces que adopta modulan timbres tan diferentes que asombra pensar que una sola garganta los ha fabricado. Los personajes que ocupan todos esos fragmentos son reconocibles, tienen su hondura. Incluso a los (en apariencia) más irrelevantes se les ha entregado un propósito limpio y útil. 

De "El imperio de Yegorov" he dicho que es una novela con muchas novelas dentro. También es una novela de género multidisciplinar. Caben en ella la distopía, la conspiración, el thriller, el terror, la aventura. Leer esa concatenación de registros (volcados con ardorosa voluntad compilatoria) no malogra el avance casi marcial de los acontecimientos que consignan. A modo de incitación al lector todavía desavisado, baste decir que el relato comienza con una aventura (la de una expedición en Papúa-Nueva Guinea) en 1967 y finaliza en Moscú en 2042 con un apocalíptico orden político manejado por un oligarca invisible, el tal Yegorov. Entre un hecho y otro sucede el advenimiento del caos, perezoso al principio, voraz más tarde. El interior de la panza de ese monstruo recién alumbrado es inconfundible, lo vemos a diario, se ofrece con candidez de rutina en los informativos y consiste en la normalización del mal, en la verosimilitud del mal. A fuerza de asistir a su desempeño cuesta ya reprobarlo, advertir que todo lo narrado en esta inquietante historia no es enteramente atribuible a un escritor talentoso, Moyano lo es con colmo, sino que parece consecuencia natural de estos tiempos de zozobra patológica. No hará falta que traigamos ahora el infierno al que se nos hizo bajar cuando irrumpió el covid-19 y la palabra pandemia se incorporó a nuestro lenguaje cotidiano. No es ajeno el mundo aquí representado, no es el futuro el tiempo en que sucede: es aquí, es ahora. La novela se antoja así una mordaz crítica del sistema capitalista o del totalitarismo que pugna por ocupar las bancadas de la democracia o un memorándum sobre las causas de la demolición del mundo tal y como lo conocemos o un panegírico sobre los motivos del lobo (hay tantos, tan bien ocultos). Una vez que hemos sentado a la bestia a la mesa no tendremos recursos para disuadirla de su oficio. No digamos más de lo que debemos, hágase el favor de descubrir la razón por la que este libro es tan bueno por su cuenta. Por eso (continuo con las emociones) da miedo llegar al final de esta rendición de horrores. También es ese género se aviene al repertorio de disciplinas narrativas de "El imperio de Yegorov", quizá trágicamente.

Es muy disfrutable la metaficción alojada en la novela. Las citas que la abren pertenecen a personajes. "El arte existe porque somos conscientes de que algún día vamos a morir. ¿Seguiría creando si dejase de tener la certeza de mi muerte?" (Leonard Schuwarge (1982-2041), compositor y cantante norteamericano). La propia dedicatoria ("A la memoria de Kenneth Graff") también remarca esa intención de verosimilitud, de reportaje periodístico. Todo ese escrupuloso afán de separar lo real de lo puramente ficticio funciona sin fracturas, pero es inevitable extraer una crítica despiadada hacia la condición humana y plantearse (bullen todavía en la cabeza como pequeñas hormigas que trasiegan con sus dientecitos en la blanda blonda de la conciencia) una metafísica, una prospección filosófica, un debate (no nuevo) sobre los asuntos capitales de nuestra estancia en el mundo y sobre, muy especialmente, sobre la propiedad de esa residencia. Otro mérito de Moyano es no caer en arduas digresiones: lo hace todo tan fácil, es tan elocuente la sencillez con la que nos sumerge en las vicisitudes de todos esos personajes estrafalarios, excéntricos, corruptos, vivos, al cabo. Porque es de la vida de lo que trata la novela. Su asunto es la inmortalidad, lo cual es una manera de decir que su asunto es el tiempo. Y todo está embadurnado de una inquietud que acongoja. Prevalece la idea de una industria farmacéutica que maneja el bienestar de la humanidad bajo la tutela de una élite política corrompida, uno de esos supragobiernos afincados en la sombra, afiliados al medro personal  y también (más ansiosamente) a esa idea también antigua de poder omnímodo, de control total. El desenlace (no hará aquí destripe de su apoteósico, permitidme, cierre) es elusivo, deja a cada lector en la niebla a la que desee acogerse, nos faculta para discernir qué papel tomaríamos si alguien nos propusiese que vamos a vivir para siempre, aunque ese milagro requiera un tributo y nos haga, en el fondo, unos desalmados. También podría ser el alma, ya que se cita, otro de los temas intervinientes en la caleidoscópica trama. 

Leí una vez que todo descubrimiento es una mera constatación. Todo está escrito, no hay nada nuevo. El anhelo de la inmortalidad está en los relatos fundacionales, toda esa salmodia perdida en el inicio de la civilización. Moyano cita el ejemplo de Gilgamesh, narración escrita más antigua que se conoce. En ella el hombre pierde su inocencia al saberse mortal. Esa revelación es con toda probabilidad el inicio de las religiones. Desde entonces, no ha cambiado mucho la cosa. Seguimos construyendo templos que nos educan en la omisión de la idea de que un día moriremos. No hay templos en "El imperio de Yegorov": han sido reemplazados por farmacias sofisticadas. La química hace las veces de Dios, que se ha difuminado, que ha perdido el interés (bien usado el sustantivo) que despertaba y queda como figuración mitológica. Como el mismo rey sumerio. En el inventario de la literatura que se ha aproximado al mito de la inmortalidad habrá que hacer un hueco a esta novela. Parece poco ser finalista del 32º Premio Herralde de Novela y ganador del Premio Celsius en la Semana Negra de Gijón, con todo el respeto al ganador del Herralde de ese año y a los dos certámenes (de prestigio) en sí. 

De amar a los libros se acaba amando a las personas. Lo esperado hubiera sido cambiar el orden, pero hay libros que permanecen sin la mutabilidad que a veces esas personas muestran. Al leer damos con el que somos, encontramos esa pieza que no teníamos o acabamos por ensamblar (unos con más atino que otros) las piezas sueltas, las que no sabíamos qué hacer con ellas. Releer un libro es volver al que fuimos cuando lo abrimos por primera vez. Ni el libro es el mismo ni tampoco nosotros. Ya saben, lo del río de Heráclito y todo eso. La relectura de “El imperio de Yogorov”, algunos años después, ha sido clarificadora, pero, más que nada, ha sigo brutalmente actual  el adjetivo está bien traído. Han pasado tantas cosas desde que se publicó (y pasan y no arresto un ápice de clarividencia al vaticinar que pasarán más elucidatoriamente) que la tragedia sospechada entonces (2015) se ha confirmado hoy. Perturba la anticipación, cualidad inherente a la ciencia-ficción, con la que el autor supo plasmar un futuro plausible, distópico, vertebrado sobre la tradición clásica (Conrad, Orwell, Atwood, Bradbury, Dick, cualquier autor conspiranoico) y arrojado a la actualidad ineludible (Trump, Musk, Putin, esa comandita de descerebrados con mando), tan devastadora a veces.

Leí la novela de Moyano poco después de que se publicara. Creo que aprecié casi tanto como ahora su soberbia literatura, aplaudí esa manera de contar las cosas, no conocida por mí: hay tanto que leer, nunca agradeceré lo suficiente mi impericia lectora, ese saber mucho, ese haber entrado y quedado a vivir en muchos libros y, al tiempo, reconocer que, por mucho que se haya leído, no se ha leído lo suficiente. La noticia de que el autor vaya a sacar un nuevo libro, "Las versiones de Judas" en la maravillosa Talentura hizo que regresara a Yule, a Osaka, a Pasadena, a toda esa escenografía en la que los inoculados, los aspirantes a la inmortalidad, se congracian con su condición de privilegio (gente con dinero, la cúspide de la pirámide social) y los parias (los pobres, los que carecen de posibles, eso decía mi abuela) sirven como cobayas para que el fármaco (la muchas veces citada "elatrina", la sustancia vivífica, procedente de la madre naturaleza, pero sintetizada por la ambición humana, hecha loca panacea de la vida eterna) se contraste y pueda expenderse para que el imperio (el de Yegorov o el de cualquiera con su perfil demoníaco) controle a la entera población humana. Esperemos que "la aurora del Zar" no amanezca sobre el mundo. En todo caso, esta pieza de motivación satírico-apocalíptica (déjenme que me extasíe con la acuñación) es un monumento a la literatura, que es la medida del hombre y, en este en particular, su tabla de feliz náufrago. Así que, háganse el enorme favor de agenciarse esta novela y devorarla con la fruición del hambriento, del que padece la sed y de pronto ha encontrado un vergel y una fuente. 








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