6.9.24

Epopeya del Mayflower en los ríos del tiempo

 




 Yo fui uno de los 102 peregrinos que el seis de septiembre de 1620 partieron del puerto de Plymouth en la vieja Inglaterra, yo escuché el crujir del océano y la respiración costosa de los gusanos al morder la madera durante la vigilia de 66 días, yo quise crear una nueva Jerusalén en la tierra prometida. Tenía cien hijos en las manos. Era el heraldo de los ángeles más puros. Desde mí salían pájaros de oro. Olía a savia. En mis pulmones los demonios de la carne masticaban hambre. Mi barba olía a herrumbre y a escorbuto. Yo en los salmos del futuro. Yo escribiendo cánticos trémulos, plegarias para que las almas sepan del delirio absoluto de mi corazón sin brújula. Yo seré todos los poetas de América. Estaré en los ríos interminables de la luz, en el credo de los que miran el cielo con asombro. Fatigaré los altos palacios de las nubes con mi cuerpo adiestrado para las tormentas celestiales. Mi nombre de hombre se recitará en las templos de la tierra. Podréis verme en la guerra primera del nuevo mundo con el lábaro de la sangre de Cristo. Yo el héroe, el traidor, el muerto. Me extirparon un tumor en la lengua. Era de óxido mi lengua. La atravesaban las hormigas, infinitas hormigas con lujuria infinita. No decía palabras sino un fuego antiguo como una catedral en los pulmones del cosmos. Ahí el fulgor de todos los verbos que explican la fe en el aire. Veo un carro de heno en las montañas donde los pájaros escriben en ciego vuelo la última voluntad de los profetas. Mi amor de 1620 está esperándome. La oigo desde aquí. La siento permanecer en la sombra, aquietarse en la sombra, morir en la sombra. Lleva desde 1620 ocupada en esperarme. Me reprende a veces. Tardas, no sé esperar, no sabes venir. Esperar es confiar en que alguien venga. Hay quien espera sin motivo. Por atribuirse un oficio, por imponer a la realidad un gesto. 



Yo fui un músico de sesión en las sesiones de Estocolmo de Eric Dolphy en 1961. Tocamos God bless the child a las ocho de la mañana en una sola toma. Tocamos con los ojos cerrados. Nos dijeron que éramos realmente buenos. Los músicos locales dimos el alma en la grabación. Los clásicos de Billie. Las lágrimas en nuestros ojos cerrados al cerrar una melodía. Ahí el mar mismo, ahí su oleaje profano 

  El productor nos invitó al mejor restaurante de la ciudad. Bebíamos vodka en las tabernas del puerto. Yo fui Eric Dolphy cuando Eric Dolphy volvió a Los Ángeles. Murió en Berlín tres años más tarde. Una diabetes no diagnosticada. Fue a un bolo, tocó, volvió al hotel. Cayó al suelo fulminado. En el hospital creyeron que había sido una sobredosis, pero Eric estaba limpio, siempre estuve limpio. A los músicos negros les inventan subidones de coca o de heroína a poco que pisan un hospital con los ojos en blanco o cerrados y anegados en llanto y las pulsaciones desbocadas como un caballo perdido en una tormenta. El corazón tan frágil. Era tan joven. En la bodega del Mayflower toqué God bless the child, pero nadie hizo aprecio. En la nueva Jerusalén el jazz podría haber izado una bandera de armonía entre los hombres de buena voluntad. Luego el moho escribirá un epitafio lánguido. El río será vertical. La noche, una iglesia abandonada. Todos los espíritus puros de la gleba tendrán su corona y reinarán en las tierras promisorias. Soy el mesías de los enfermos de luz. Guardo las tablas de la salvación. Mi voz es el temblor del cosmos, mi voz pastorea la cúpula celeste. Empédocles me miro una vez a los ojos y vio los Tercios de Flandes. Vio el agua, el aire, la tierra, el fuego. Vio el fulgor primerizo del mundo cuando ocupó la tiniebla pura, el vacío colmado de más vacío hasta componer la nada sublime sobre la que acomodarían la luz precursora, la danza sin gobierno del caos, los astros siderales, las cuerdas secretas, los fastos del mar, la glauca humildad de la tierra, las manos del hombre, el silencio de los templos, la verdad de la música, la lujuria de los cuerpos, la grandeza de la lluvia, la intimidad de los relojes y la divinidad de los libros. Hoy viernes, ocho de diciembre del año dos mil veintitrés, a las diez y catorce de la mañana me he sentado a contemplar las nubes del cielo de Estocolmo. 


En 1969 yo era un niño en el Mekong cuando el coronel Kurtz nos desveló la metafísica de los árboles. Yo miraba su calva como el que descubre el cielo en las mismas honduras del corazón. Me tomaba de las manos y me hablaba con la armonía de un dios que condesciende a intimar con un hijo. La tierra era un vergel para lo sentidos. La nueva Jerusalén. El ruido de las hojas al ser mecidas por el ligero viento, una delicia comparable a la de una nube cuando despeja la incógnita del sol y lo regala a la vista. Yo fui un alumno aventajado del coronel Kurtz. Me sumergió en el río de las tinieblas y habló desde el aire. Su voz era una algarabía de milagros. Yo escuchaba un salmo, yo era un pez recién bendecido por los dioses. Cuando aspiré el aire sentí que entendía el aire. Cuando pisé la tierra sentí que entendía la tierra. Yo era Jim Morrison con la barba trémula de los años abstemios. Glauco, libre, eterno. Como un niño al que no se le ha explicado el tiempo. Como un poeta que se resuelve dios y prescinde del recado de las palabras. Como un ángel que restaña sus heridas con la lengua de otro ángel y calla el pecado con la boca del olvido. El Mayflower atraca en las comisuras de un sueño. 

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