A mi amigo del alma Antonio Sánchez. En estos momentos duros las palabras cobran la importancia más grande.
Con la felicidad de las cosas sencillas, cuando el ánimo se da la licencia de ocuparse de lo liviano, he estado parte de la mañana decidiendo si un verbo era más conveniente que otro en un escrito en el que ando metido. No decidiéndome entre entenebrecerse y atenebrarse, noté que el texto cobraba una dureza que no esperaba, como si se apagara el empeño y no hubiese manera de hacer avanzar las palabras. Hay veces (las más) en que unas llaman a otras y uno hace como los escultores con un trozo grande y mudo de mármol al que desean dar forma: se limitan a seguir una inercia en el cincelado. En cierto modo, escribir es dejar que el cincel de las teclas (en este caso uso un teclado) extraiga el contenido oculto. Se tiene la certeza de que anda ahí abajo y que lo único que hacemos es retirar la sustancia inútil y hacer que aflore la relevante. Una vez que acepté con cuál verbo quedarme, el resto sucedió con absoluta fluidez. Al final, lo de menos fue precisamente el texto en sí mismo y ese obstáculo no lo malogró del todo. Lo que cundió (todavía ahora anda mi cabeza en alegre perturbación) fue la pertinencia de unas palabras o de otras. La boscosa abundancia de ellas hace que en ocasiones cueste apartar las débiles del propósito que nos ocupa y decantarse (no sé si ese verbo es el más apropiado, ahora que lo pienso) por alguna de un vigor más útil o que posea una ubicuidad perfecta, como si no hubiese ninguna otra que se arrogara la posibilidad de reemplazarla. La escritura es un discurrir ininterrumpido de voces que inadvertidamente concurren y a las que damos el mayor de los aprecios, y también el mayor entusiasmo. Da igual si se entenebrece o se atenebra uno. El verdadero interés no es el ajuste exacto de esas palabras sino (tal vez) la posibilidad de que una vez que ha concluido su volcado no haya con qué rehacer lo hecho. Como si ya no fuese posible pensarlo más, ni acicalarlo más tampoco. Como si el ingreso de una corrección perturbase algún equilibrio interno del que no tenemos evidencia, pero que intuimos. Una de las fiestas de la escritura es esa extracción feliz de las palabras. No siempre están disponible. En ocasiones, se zafan, no se avienen a que se las retire de su confinada estancia. Luego la mañana se quebró al recibir malas noticias (muy malas) del mundo real, no el narrado ni el buscado. Todo volverá a su cauce, Antonio. A eso iremos juntos.
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