Queda uno en contable sobrevenido, sin facultad ni titulación, de la pandemia mediática. Porque ese es el problema: estar asistiendo a una debacle sin paliativos ni instrucciones de enmienda y no atisbar asidero fiable ni autoridad competente y carecer de instrumentos que hagan asumible el roto interior y ajeno, el lenitivo que cada uno se prescribe cuando a solas (sin injerencia externa) se para a pensar en qué hicimos mal, no por ser agente de este desmadre sino por ser paciente suyo, enfermo en primera o en tercera persona, según te haya alcanzado el contagio. Hay mucho dolor que tardará en cicatrizar. Cuando esto acabe (lo hará, es cosa de tiempo) tendremos que aprender a convivir con la memoria de esta guerra cruenta e invisible. Habrá más bajas, menos tangibles, negocio para los psicólogos. Hablan de la cura a ratos, pero no se encienden aún las alarmas de la convalecencia. Bullen las calles todavía, no hay prudencia, carecemos del miedo. Se le da poca jurisprudencia al miedo. Sobrevivimos a ciegas, avanzamos a oscuras. Van cayendo las víctimas, se colapsan los hospitales y continuamos retando al mal, driblando su abrazo. Con que a mí no me toque, algo así. Todo esto es una evidencia de lo poco que hemos progresado como sociedad. Es la civilización del confort, la residencia del bienestar. En cuanto se ha venido abajo el modelo construido, se ha ofrecido la verdadera imagen de nosotros mismos: irresponsables e ignorantes, no sé en qué medida cada una de esos cabales adjetivos. No habrá salud hasta que de verdad la apreciemos. Primar la economía a la salud es un atajo peligroso. No cuadra que prospere un negocio si no hay quien lo haga prosperar. Tampoco que cierren y se ensañe con ellos la bestia de la pandemia. Anda como loca. No tenemos con qué combatirla, se nos ha rebajado al tristísimo papel de contador de las bajas, ese oficio estadístico. Se pide que nos confinen o que no lo hagan, hay quien exige contundencia y quien la censura, hemos visto manifestaciones vándalas de esa segunda opción estos días. No representan a nadie, salvo a sí mismo, qué exhibición tan bárbara, ni siquiera a los que argumentan la intromisión paternalista del Estado, comprobado ya de sobra su torpe manejo del desastre. Hoy escuché a alguien reclamar paciencia: no supe si darle o no la razón. Tal vez sea ése el camino: hacer acopio de paciencia, renunciar a los privilegios inherentes a la libertad que hemos amasado en el legítimo devenir de nuestra existencia como sociedad, pero algunos no se prestan, hacen oídos sordos o incluso se pronuncian a la contra y torpedean cualquier iniciativa que lastime sus derechos adquiridos. Desobedecen a sabiendas o sin el concurso de cualquier asomo de argumentos. Hoy he visto gente sin mascarilla por la calle. No me imagino qué se les debe cruzar por la cabeza (la escasa que tengan) para no precaverse contra el contagio o (por buscar un indicio de responsabilidad o de humanidad) evitar que otros sufran su desafección, esa militancia en la subversión, ya digo que algunos no son ni siquiera subversivos, les falta esa capacitación discursiva. Lo malo es que nos estamos acostumbrado a manejarnos en estos tiempos de penurias. Podemos seguir años así, contando muertos, escuchando el escrutinio de damnificados en los telediarios, criticando al gobierno, desoyendo las advertencias, conjugando con frívola ceremonia el verbo confinar.
3.11.20
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