Es cosa corriente que a la escuela se la ignore o se la ningunee o se la desatienda y también que esos atropellos surjan de adentro suya y la propia autoridad que la rige caiga en ignorarla, en ningunearla o en desatenderla, ponga usted el orden o agite la masa resultante con brío, a ver qué sale. Afuera viene a suceder más o menos lo mismo: hay quien la aprecia sinceramente y quien la menosprecia (o ignora o ningunea o desatiende), eso a pesar de que incluso ese menosprecio, me refiero a la facultad de esgrimir argumentos, provenga de la misma escuela, que es al cabo la que arrima el conocimiento hasta para los que se la enfrentan. Nada hay cuyo germen no esté en los rudimentos anclados desde la escuela, luego afinados y desarrollados, como un buen instrumento que el músico cuida con embeleso y mimo. Hay una zona de penumbra de la que no nos zafamos los obreros escolares. Por más tiempo que pase, no cuaja la luz, cierto esplendor legítimo que se le hurta con obstinada frecuencia. Y es nuestro, nos pertenece. Se manifiesta ese frivolidad o dejadez con la que se habla de ella sin hurgar mucho. Semeja una niebla espesa que malogra su avance óptimo y traba su más elemental consideración: el prestigio. No abunda, no lo percibo yo al menos. Se constata esto porque llama la atención si se la cita favorablemente, cuando se la aplaude y se le conceden los galardones que merece. Al buen maestro se le reconoce por la vocación, por el optimismo y por el compromiso. También al buen médico o al buen agente inmobiliario, pero el maestro tiene en sus espaldas un peso mucho más delicado. De cuanto haga vendrá todo lo demás. Es insobornable ese argumento. Lo que sea de nosotros en el futuro se extrae de lo que produzca la escuela en el presente. Es así de sencillo. Es de la opinión ajena de lo que hablo, no de su funcionamiento, a pesar de las trabas que se le colocan y de la escasez con la que se maneja. Que hoy haya vuelto a escuchar despotricar contra la escuela en una conversación pillada casualmente no es nuevo, pero cansa. Ya no se altera uno en demasía. Se guarda su opinión, prefiere no rebajarse a entrar en una discusión de la que no saldrá feliz, aunque tal vez sí desahogado. A lo que no se resigna el oficio de maestro es a la desconsideración, eso viene de antiguo. Tal vez suceda que ahora todo se difunde más y llega más lejos y con más eco, son los signos de los tiempos, pero las dos señoras dándole caña a la institución escolar no necesita el concurso de las redes sociales. Creo que di clase de inglés al hijo de una de ellas, pero seguro que no sabría de mí, ni le importaría que escuchase su retahíla. O no, es posible que el destinatario sobrevenido fuese yo y me quisiera al tanto de su parecer. He aquí el desahogo. Me voy a mi escuela, a ver si hago algo de provecho por mí mismo (ese es el aliento primero) y, de camino, por los demás.
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1 comentario:
Ufffff...coincido con lo que expresa.. También soy docente y con el paso de los años uno se va cansando de tanto manoseo, de tanto hablar por hablar desde el desconocimiento. Aquí se da una critica eterna, en relacion al salario, a los meses de vacaciones , a los contenidos, a la escuela pública... se habla sin tener idea y lo que es peor, sin tomar conciencia de la importancia que ejerce un buen maestro en los alumnos y de la labor del mismo..de sus tiempos y dedicación que van mas allá de las horas en las escuelas y consumen sus tiempos personales de todos los días, inclusive, fines de semana.. Pero supongo que el tema docente allá como aquí, tiene una larga y triste historia. Saludos
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