A Araceli Antrás, por acabar la conversación de anoche
Una incómoda literatura canónica, promulgada en el canon y tenida como baluarte, exige disciplina y no siempre está uno disponible. El malestar es frívolo. Los clásicos son deudas que no siempre pueden abonarse, darles el pago que en su longeva espera exigen. Los libros son regalos que se concede uno y a veces cuesta elegir con cuál premiarse y encontrar esa rara reconciliación con la Gran Literatura, que no es patrimonio único de la antigüedad (ese eufemismo) ni de exclusiva gestión suya.
Recomencé anoche sin demasiado empeño un libro difícil y extraordinario (ambos adjetivos usados muy adrede) que me entusiasmó en su día y al que le debía un regreso, por ver si era el mismo libro o yo era el mismo que lo engulló y del que guarda un inefable recuerdo. Vida y opiniones del caballero Tristam Shandy es, en esencia, un pulso entre escritura y lectura, entre el autor y el lector. Sigo hoy en un suelto breve del día ocupado en él, interrumpiendo brevemente (a ratos, por mera avaricia lectora) Un amor, recomendable librito (ciento y poco páginas) de Sara Mesa, autora de escritura clásica también, a su manera, sin alambiques ni giros intrépidos de guion. Ya dirá el tiempo cuando concurra su fiable juicio si alimenta una hipotética lista de clásicos de este turbio decenio. Laurence Sterne es más oscuro y, al tiempo, más nutritivo, no entra aquí pesar ambas obras y confiarles un lugar en un también hipotético canon, por supuesto. Su Tristam sigue firme, quién lo censuraría.
Extraigo una primera conclusión inapelable en el trasiego de los dos empeños: leer es un desquicio delicioso. No hay expresión que cuadre con la gratitud sobrevenida al entrar en la ficción que otros nos ofrecen, trabajosa y festivamente. Porque escribir es un trabajo y exige dedicación. Su anverso, leer, requiere un desempeño distinto, aunque haya zonas de uso común y el que escribe ejerza secretamente de lector y, menos obligatoriamente, también al contrario. Lee uno por secretos designios. Reemplaza unos gustos por otros, censura aquí, aprueba allá. Hoy me dice A. que no encuentra asidero en una obra de Thomas Mann, clásico a todas luces, que no he leído, Confesiones del estafador Félix Kull Le comento que me da pereza volver a La montaña mágica, aunque en su día (hace diez, quince años) la devorara y me durara el olor a balneario meses enteros en mi loca memoria. La literatura es un olor perdurable.
Un amor es una breve y aleccionadora lección moral en la que se disecciona con abrupta sencillez el eterno conflicto humano de integrarse en el paisaje físico y ciudadano. No hay novela que no transite ese bosque comido de deseo y de pesadumbre, aunque Sara Mesa confíe en la liberación del alma y su protagonista, Nat, confinada a conciencia, frágil y pacientemente, escriba con infinita mansedumbre su lugar en el mundo. Como el mismísimo Hans Castorp de La montaña mágica, salvando la feliz diversidad del mundo, aunque los protagonistas de ambas compartan anhelos y sufran casi idénticas fracturas. Los dos se manifiestan débiles y esperanzados. El sanatorio en los Alpes suizos es una extensión salvaje de La Escapa, el marco rural de Mesa. Tristam Shandy, en delirante primera persona, no pretende otra cosa que esta: fluir y encontrar o dejarse ir y darse un sentido. Todos carecen de él, también nosotros, sensibles lectores.
Sterne es clásico a pesar de no tener con quien compartir la trayectoria literaria y el destino humanista de su inagotable e inclasificable obra. El hecho de que se haya mantenido su vigencia y prosperado la legión de fieles que lo encumbran como cenit de cierta literatura no se explica, a la vista del resto de convivientes de esa exquisita lista de autores sagrados. Lo que ahora se despacha en librerías es asunto al que se le deberá perspectiva en el irreprochable y fantasma futuro. Nada podemos elucidar del paso presente de muchos libros que leemos com apasionado afecto o con insobornable amor. Queda la recurrente sensación de haber sido primorosamente halagados, como si fuésemos un lector singular o un único lector y todos los buenos libros esperaran mágicamente su turno para que penetremos en su maraña de historias y de deseos. Da igual que Nat no alcance la excelencia: dio gusto conocerla.
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