Hay quien
recibe una educación que le permite afrontar las exigencias del futuro con la
esperanza de que sorteará los obstáculos y hará de sí mismo el ciudadano que
anhela y también el que la sociedad en la que vive y en la que se integrará
reclama. Será cuánto desee ser y tendrá como única limitación su capacitación
y, añadida a esta, la suerte que el azar le asigne, en eso no media el esfuerzo
ni la voluntad. Es un plan a largo plazo y se ajustan en él las victorias y los
fracasos, todo cuanto contribuya a fijar un modelo fiable de responsabilidad y
de sacrificio. Tendremos buenos médicos o buenos fontaneros, gente digna en el
oficio que eligieron o al que se vieron forzados a aceptar, en el hipotético y
cada vez más duro caso de que en efecto labren un futuro (se ha dicho siempre
así, calzando el verbo labrar, tan fértil, a ese boscoso futuro). El futuro será (ahora más que nunca) un obsequio recibido, una dádiva de la Administración, como una especie de milagro al alcance de cualquiera.
Duele que se le
arrimen obstáculos añadidos, licencias gratuitas y, también a la larga,
dañinas, lesivas, nocivas. Si esos impedimentos los fomenta el Estado estamos a
las puertas de una civilización empobrecida en la que se premia el dividendo
fácil y el éxito inmediato y, por tanto, hueco, inútil, enfermo. Que la
gobernancia educativa abone la mediocridad de sus alumnos debería ser alto
motivo de alarma, cuestión primordial en el debate de las cosas verdaderamente
primordiales. Argüir que le pandemia precisa de una medida como la de dejar
pasar de curso sin la intendencia de las calificaciones deslegitima la vocación
normativa de un ministerio, el de Educación, y ningunea y humilla al cuerpo de
profesores a los que se les encomendó instruir, enseñar, convertir la madera en
árbol, como en el verso de Ann Sexton, tan de mi agrado. No sólo deja a ese
gremio en la más absoluta ignonimia, sino que auspicia y prescribe un modelo
educativo malsano, tóxico, inadecuado para diseñar cualquier proyecto de
sociedad.
El mensaje que se envía es blasfemo y es elocuente en su enfermiza claridad
expositiva: no estudies, te vamos a dar barra libre, haremos la vista gorda,
oídos sordos; te abriremos sin coste alguno el mercado laboral, te dejaremos
circular por él sin instrucciones ni acreditación de tu valía. Sólo se salvarán
de este atropello legislativo los ungidos por la fortuna paterna, los elegidos
por la herencia de sus progenitores, seguro que alguno habría que se mereció el
bienestar del que los hijos, pobres ellos, disfrutan. Porque no tendrán nada:
serán víctimas del genocidio intelectual (y moral) orquestado por las
autoridades del ramo a perjuicio de la comunidad. Se empieza por dejar aprobar por burocracia express al incapaz de hacerlo por
medios propios y terminamos sorteando titulaciones en las redes sociales,
que ahí tenemos adolescentes hartamente preparados, nativos digitales, dicen:
cazurros analógicos, añado con argumentos yo, más si cabe si les allanamos el
camino y les lijamos el suelo para que no se escurran y hociquen. Tal vez sería mejor que se equivocaran y suspendieran (esa es la costumbre, mal que pese en informes PISA o en documentos internos de la Administración) que superaran las áreas sin haber demostrado las evidencias previstas en el proceso. Se empieza por flexibilizar los criterios de evaluación (esos son los términos técnicos, el eufemismo) y terminamos promulgando leyes que alientan la pereza o la apatía. Lo de excepcional y temporal, escuchado a la ministra Celaá, suena a recurso lingüístico improcedente, no adecuado, timbrado para que los desavisados o los conformistas crean que todo podría volver a la normalidad y retornar al antiguo sistema de evaluación en el que importaba los saberes aprendidos, la asimilación de una serie de indicadores (cómo me irrita esa palabra) con los que se podría expresar un verdadero registro de las competencias adquiridas.
Es una agresión esa lenidad en los procedimientos: todo se regirá por la blandura, por la benignidad de los evaluadores. ¿Dónde estarán la seriedad, dónde el rigor? Ninguno de esos insobornables parámetros de juicio estará en la sesión de evaluación que los docentes (pobres nosotros) concertemos para certificar la calidad del proceso de enseñanza-aprendizaje. El hecho insólito de que la enseñanza se reparta (en institutos) entre la presencialidad y la virtualidad no rebaja lo más mínimo el daño que esta ley acarrea en su discurso interno. Tardará en repararse el roto producido, subsistirá la creencia de que la obtención de un título provendrá de la beneficencia del Padre Estado, aunque los alumnos de Secundaria o de Bachillerato no dominen todavía esta terminología antigua, los lectores de más edad sabrán de dónde la traigo. Será anecdótica la tropelía, este desaguisado, toda la desviación de la lógica. Probablemente vuelvan las aguas al cauce, eso dicen también, se remansen, adquieran la fluidez de antaño, si es que alguna vez el curso de ese río fue limpio y complació a todos su trayectoria. Han sido muchas leyes educativas las vistas por este servidor y hubo otras antes. Ninguna debió cuajar puesto que todas fueron retiradas. Extraña ese desconcierto, hace pensar en qué poco aprecio se le hace a la escuela (da igual en qué nivel se explicite esa escuela) y qué pequeña es la querencia por la cultura. Ese es otro debate que se colige de éste: el de la exclusión de la inteligencia, el de la penuria económica de los ministerios de Educación o de Cultura, ambas cosas son la misma cosa, al cabo. Ahora añadimos (sí, sí, es eventual, ya me dirán más tarde) el obsequio de los aprobados, ese veneno escondido en la taza del que no tenemos (ay) antídoto.
1 comentario:
voy a sintetizar el comentario rescatando esta frase suya.. "Que la gobernancia educativa abone la mediocridad de sus alumnos debería ser alto motivo de alarma, cuestión primordial en el debate de las cosas verdaderamente primordiales".. TERRIBLE. Aqui en mi pais sucede lo mismo y es una vergüenza!
Publicar un comentario