19.10.20

Dharma


Cada día comprendo más a los que veneran objetos. No sería ni siquiera razonable que yo ahora lampase por encontrar una lata como esta, si es que existe y no es un arrimo deliciosamente friki, de los que a veces nos ocupan toda nuestra atención y a los que profesamos sincera devoción, pero no es la razón la que mueve las vísceras de la emoción, tendrá que haberlas. Es otra cosa, algo mucho menos adherible a la cordura o al manejo del sentido común.  Amigos que tienen estanterías llenas de muñecos de sus series favoritas o las paredes empapeladas de cartelería de la Marvel o de Star Wars (mi hijo es uno) tienen mi admiración incondicional. Hubo una época en que yo también gastaba esas exhibiciones plásticas. Como si uno buscase que el ojo del visitante casual se llenase de nuestros vicios y supiese (sin mediar palabra) de qué pie cojeábamos. Bendita cojera. Vi Perdidos en un verano, muchos años después de que se programara y produjera una suerte de adictos, a pesar de sus fracturas y de su innegable trampa. Guardaré siempre un recuerdo feliz de la serie. Me atrapó con la irresistible atracción de las cosas imperfectas. La pureza está sobrevalorada, no se le debe confiar mucho, acaba decepcionando, maleándonos incluso. Aceptaba de antemano en Lost (Perdidos me suena fonéticamente inferior, aunque adore mi idioma) que no habría un final que me aclarase todas las dudas que el guion creaba. Habría sido insuficiente cualquier arreglo narrativo que cerrase las múltiples tramas abiertas. Me daba igual. Era mi serie durante ese verano. Nos la zampamos en casa sin chistar, robándole horas al oficio de la casa, hilando la tarde con la noche. Cuando acabó sentí una desazón placentera. Por un lado, creí aliviarme, cerrar una etapa de mi vida televisiva. Por otro, me concedí la pena íntima de que no habría una siguiente vez en que accediera a sus ciento y pico episodios con la misma entereza y el mismo deslumbramiento. Viene a ser como un amor primerizo. La vida está llena de esos amores primerizos. Los recuerdas cuando ves una lata marca Dharma. Como si fuese posible que una cerveza se llamase Dharma, es decir, Religión (o también ley o realidad), esas tres ideas mezcladas, hechas una trinitariamente en sánscrito. En el lenguaje seriófilo, Dharma era otra cosa, claro, qué más no da, aunque algo de religión y de ley y de realidad (confusa, eso sí) había tras estrellarse el Boeing 777-200 de Malaysia Airlines. 

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