29.4.20

Resacas, animales, reyes




Perros
Cuadragésimo sexto día de confinamiento. Tengo el cuarenta y seis en la cabeza como el que tiene unos cromos de fútbol de cuando la infancia. Son cosas de las que puedo prescindir y proseguir avanzando. Levantándome. Desayunando. Lavándome las manos. Bebiendo. Fumando. Escribiendo. Nada de lo que no se pueda prescindir. Todo está reducido a esa contabilidad, la de la cabeza, que hace sus cálculos y monta sus ecuaciones y sus metáforas. Los niños pasean las calles más que ayer. Van con sus padres o sus padres van con ellos. Soy un espectador privilegiado. Mi balcón es un termómetro de la calidad emocional del mundo. Ayer martes estuvo más cálido. Perros a lo lejos tuvieron una alocada discusión sobre el reparto de las aceras. No hay quien les proteste o de vez en cuando alguien importuna su deambular ocioso y hacen que se aparten, como si supiesen eso de la distancia social. Los animales son criaturas extraordinariamente humanas. Recuerdo que nunca quise tener un perro. No por tenerles afecto o pensar que serían hoscos, sino por temor a que no congeniásemos. Pensaba en si el perro no me seguiría al yo moverme, como he visto en otros. Pensaba en si un buen día un descuido me lo apartaba y se iba con los de su especie. Al cuarenta y seis lo suple el cuarenta y siete. El recuerdo de un perro se aleja pensando en otro. No hay dos días iguales y todos los días iguales. Eso es de Rosendo cuando Leño. 


Luciérnagas
Un estado extremo de cansancio depara una resaca extrema. Se padece hasta que un nuevo cansancio la clausura. Hay quien no tiene días libres entre cansancio y resaca, quien no sufre las idas ni las venidas, el viaje entre un dolor y otro. No es fácil que no se aprecie el roto. Se aplican a veces más medios en esconderlos que en sanarlos. Lo que importa es la apariencia, no la verdad. En donde nos esmeramos es en lo que se puede percibir a simple vista. Desatendemos el interior. Solo vamos de un cansancio a otro cansancio. Solo los interrumpe la resaca. No conviene enseñarse uno cuando está de resaca. Ni cuando se está muy cansado. De verdad que hay días que piden no pisar la calle, estar a recaudo, no dejarse ver, ni ver tampoco a nadie, como si no hubiese nada más en el mundo o nada que hubiese en el mundo mereciese que nosotros la viésemos, lo sintiéramos cerca y hasta nuestro. Pero eso fue ayer. El hoy es otro. Ahora el cansancio es distinto, la resaca es distinta. Luego está el vacío. No saber cómo ocuparlo. El problema del mundo es que no sabe qué hacer con el vacío. La historia entera de las civilizaciones está trazada con esta idea: la del hombre inventando cosas para no sentirse solo, ni aburrido, ni triste. Schopenhauer dijo que la religión y las luciérnagas tienen de parecido que ambas precisan de la oscuridad para reinar. Hay días de mucho Schopenhauer. Días de luciérnaga ciega y cruda. La religión es una resaca dulce. La vida es un recurso con sus limites, no dura para siempre, hasta dura poco a veces. 

Dioses
Nos educaron para huir de nosotros mismos. Lo que ha hecho la pandemia es recluirnos. Contra la voluntad de entrar está siempre la de salir, la del distraerse. Nos distraemos en casa. Ahora escucho a Bach, ahora leo a Ruben Darío (ayer martes hice ambas cosas), ahora friego los platos, ahora corrijo ejercicios de inglés. Quien no piensa, vive mejor, dice K. Qué de tiempo que no invito a K. por aquí. Tendré que tener más consideración en adelante. Pensar en hacer acostumbrada su visita, como antaño. Pensar solo da quebranto. Todo en ese plan. Un plan triste, un plan deprimente. Y no habrá quien no comparta que la vida se vive siempre más dulcemente si se la esquiva, si no se entra en honduras y se deja uno llevar, mecer, yendo de un cansancio a otro, de la resaca severa a la siguiente. Cada resaca es un comprobante de que se ha estado vivo. Mi amigo J.M. decía que las resacas eran un asunto entre él y Dios. Se ponía ceremonioso, hablaba impostando la voz (ebrio, pero elocuente) y explicaba a su alocada manera que la divinidad le concedía esos excesos porque no pedía otros. Es una concesión liviana, comparada con la que estipulan otros, creo escucharle decir, pero no serían esas sus palabras. La memoria lo corrompe todo. Como si pensar mucho, más que aliviar, dañase; como si la felicidad consistiese en no saber nunca mucho de algo. Ni de dioses sabemos, a pesar de que los nombramos a diario desde que pusimos el pie en esta tierra. 

Caballos
Ahora pienso en caballos, no hace falta que se pierdan en una tormenta, también esos vendrán. Al caballo, al jalearlo a que corra, no se le ve nunca flaquear: es cuando hinca las rodillas y hocica en el suelo cuando advertimos que está extenuado. Y ese vivir como caballos no conforta, en el fondo. Se prefiere la mesura, que no siempre acude si se la precisa; se desea un control en los materiales que intervienen en la trama, una especie de gobierno razonable en donde las emociones no terminen corrompidas por los imprevistos. Son esos, los imprevistos, los que malogran el conjunto. Es el cansancio, el cansancio forzado, el cansancio rutinario, el que descompone la figura resultante. Estoy que no me conozco. Es el resultado de no haber hecho escrito nada hoy o de no haber leído nada hoy. Es el discurso habitual. El conocido. Leer, escribir. Cuando me faltan, padezco, me entenebrezco, no hay más verbos que se me ocurran que se afilien a esa rima sonora. Ahora voy a retirarme a mis aposentos. Mi amigo M. me dijo el otro que yo era Felipe II. Le solicité alg que me concedió con su amabilidad y eficacia de siempre. ¿Qué hago yo?, le dije. Nada, tú eres Felipe II. Sólo firma. M.  tiene esas ocurrencias geniales. 

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