4.4.20

Las grandes palabras y los grandes números



Ilustración: Eva Vázquez

A ratos me da por prestar atención al ruido de afuera, que no es el conocido, ni el que uno querría, pero tiene su pequeña trama de novedades y de rutinas. Se escuchan pocos perros. Igual salen con el reparo de quien sabe que la vida se ha ralentizado, porque ha hecho eso, venirse abajo, confinarse también, igual que nosotros. Lo que ocurra en adelante queda a voluntad del azar igual que fue el azar el que nos conminó a la clausura. Hay cosas que hacemos para que no todo sea capricho de una voluntad ciega y sorda, representada en este caso por un virus, ya ven qué circunstancia de tan poca relevancia. Ni se le aprecia que esté, no hay constancia de su riguroso tránsito, salvo el desquicio de los enfermos y la tristeza infinita de los muertos. También el caos, también la incertidumbre. Cuando acabe la pandemia, en el momento en que se nos desconfine y podamos abrirnos al abrazo del aire, pero qué aire nos aguarda, qué secreto plan ha urdido en este tiempo en el que apenas hemos convenido respirarlo. Nos quedamos en casa, eso nos piden. Se tiene de ella la impresión de que nos mantendrá a salvo. Hoy he salido tras dos semanas largas de enclaustramiento. He ido a la farmacia y he comprado la prensa. He vuelto a casa con una bolsa de medicamentos (alergias y pastillas para lo de siempre) y con tres periódicos y una revista de cine bajo el brazo. Tuve la impresión de que ese avituallamiento de lectura haría que la tarde transcurriese con cierta placentera normalidad, pero acabó el día y no tuve tiempo de abrir los periódicos. Leerlos a día vencido produce una sensación extraña. Cree uno que hay cosas que ya no merecen consideración: otras las han reemplazado. Así que esta mañana muy temprano leí lo que sucedió ayer en el mundo y tuve la constatación de que muchas de las noticias que me fueron contadas, junto con los artículos de opinión habituales, eran intemporales, parecía que ya las había leído y sabido o que me había figurado que estarían al caer. Como si se previniese el desquicio que tenemos y nada de lo que nos informan fuese verdaderamente nuevo. Tenemos más información de la que necesitamos, eso no es nuevo. Tal vez ahora hayamos entrado en una vorágine de datos. A todo se le hace recuento, es la estadística la que subsiste, no la trama que circula por debajo. Escuchamos la tristísima rendición de los números, elaboramos una especie de contabilidad moral en la que aceptamos un número de fallecidos igual que en la ficción del cine damos por bueno que en una contienda bélica un obús eche abajo un edificio y fallezcan sus inquilinos.

Todo fue tomado por la emergencia sanitaria. Hasta el lenguaje ha exhibido algunas palabras de más actualidad y se han viralizado, imitando al sujeto hostil que las hizo emerger de su letargo semántico. Así que cunde el uso de cuarentena, zoonosis, mascarilla, incubación,  epidemia; sabemos lo que es una curva de contagio y dónde ubicar al paciente cero y hemos adquirido por la cara (que se dice) el título de virólogo, vale también epidemiólogo, pero hay surge un impedimento fonético y no está tan extendida . Hay un nuevo estatuto lingüístico y dicen que un nuevo orden social surgirá cuando haya pasado la tormenta. Haremos tributo a los muertos, se les recordará en las homilías de los templos y en las conversaciones de los bares. Los afiliados perdidos de la Seguridad Social volverán a tener un renglón en su listado de beneficiarios y la poesía, que no es un concepto económico ni de apresto bursátil, se regocijará por la riada de obras que glosen el combate contra la pandemia, los prodigios de este extraordinario secuestro de un modo de vida. También tendrán su número en la representación de la tragedia los sociólogos y los psicólogos. Es de ellos esta locura. Nos recompondrán a conciencia, nunca mejor dicho. Dirán que estuvo bien negar la evidencia y soltar más tarde la ira o que abatirse y no encontrar consuelo es una circunstancia absolutamente normal y hasta necesaria. Dirán paciencia y dirán esperanza, que son grandes palabras. Es el tiempo de las grandes palabras, nunca hubo otra que más las precisara. A ellos les encomendamos la tarea de que no se vaya todo a la santa mierda y podamos salir a convivir (primero una cosa, después la otra) y ver si es posible abrazarnos y querernos otra vez, con el mismo desparpajo de antes, con idéntica voluntad de armonía. La tuvimos, la tendremos otra vez. Somos buenos, hay quien no lo es, ya lo sabemos, pero la bondad y las ganas de avanzar harán que las palabras pequeñas también valgan y tengan su utilidad. Hay muchas que se me ocurren, la mayoría son lugares que uno echa en falta, a los que volvería con alegría renovada y la sonrisa en la cara como si la llevásemos de estreno: jardines, calles, bares, aceras, colegios, conciertos, teatros. Queda la incertidumbre, esa palabra. El prefijo hace que la temamos. Son así algunos prefijos: desbaratan la esperanza y la paciencia que cité antes. En la gestión de las palabras a veces damos bandazos, nos falta experiencia en el nuevo uso que se han arrogado. La vida nos pone en el riesgo continuamente: ese es su contradictorio oficio, el de ser a la vez la cara lustrosa y feliz y la cruz tenebrosa y finalmente póstuma.






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