Por enclaustrada, habida cuenta de que no hay con qué entretenerse fuera de casa, salvo que tengas un perro y lo saques a que te pasee (no cuenta ir de compras o si eres trabajador esencial), se pide con repetida costumbre que la ciudadanía aproveche y lea. Es la oportunidad, difunden con entusiasmo. Hasta se abaratan los precios de los libros en las tiendas online y hay autores (creo que con distraído ojo comercial) que ofrecen sus obras a precio cero. Lo que no han logrado los planes de estudio y las iniciativas de decenas de organismos culturales creen que lo va a lograr el aburrimiento. Creen que uno lee para distraerse o que lee para que no se le caiga el techo encima, el daño que tiene que hacer eso. Que leer viene como herramienta que recompone el ánimo caído, solo recetable en esa triste circunstancia, la de que se te haya venido abajo el ánimo y no tengas nada que alivie el roto en el alma, esperemos que solo ahí. Que los libros son objetos de consumo igual que es una pastilla de jabón para lavarte las manos o un abrigo de paño para resguardarte del frío. Creen también (es fácil eso) que alguien recibirá una punzada en la conciencia y se dirá a sí mismo: oye, qué buena oportunidad, es el momento, voy a coger un libro gordo, una de esas novelas que tenemos en el mueble, me la voy a despachar en dos tardes, me encanta leer. No es que no sea buena la punzada, lo es de un modo extraordinario: hay punzadas sobre las que se han levantado vocaciones enteras, imperios que han ocupado vastas extensiones de tierra, amores que han desafiado al mundo. Si una de esas punzadas logra que esta cuarentena alumbre un lector, lo haga nacer, tendrá alguno bueno, si es que pueda existir algo de bondad en esta debacle. Yo mismo, si me pongo a recordar, empecé a leer por una de esas circunstancias absolutamente casuales. No sé si fue punzada o fue un martillazo en mitad de la cabeza, pero de pronto me vi buscando libros de Robert Louis Stevenson y de H.P. Lovecraft en una librería de mi barrio. Antes de que ocurriese ese bendito momento, no hubo necesidad de que yo leyera al modo en que ahora veo que no tampoco la hay entre muchos de quienes frecuento.
Leer no te hace mejor persona, ni se forma de ti una mejor opinión entre los demás. Hay gente muy leída que es muy canalla. Perversos, retorcidos. Gente que la lectura ha enmohecido o ha malogrado, podemos invertir el orden para que cuadre mejor la descomposición general de su figura. Por más que me duela, por puro amor a los libros, la literatura no es un bien fundamental, se puede vivir ajeno a ella, emboscado en otras distracciones, cubierto por otros afectos, adicto a otros venenos. Dan propaganda sobre la idoneidad de la lectura, pero es una tarea imprevisible, encomiable, pero imprevisible. Es como si publicitaran el amor y lo vendieran. Amor en tarros, amor en cajas muy adornadas, amor en sobres de colores. O como si se les ocurriera buscar más creyentes y orquestasen una campaña para ganar adeptos a la causa de la fe y llenasen las bancas de las iglesias. La fe y el amor tienen en común que son materias livianas en apariencia, frágiles, etéreas, pero extraordinariamente poderosas cuando se te impregnan y anidan de otro y hacen casa. Los libros necesitan esa sutilidad. No se pueden meter por los ojos a la fuerza, pero es comprensible que si un niño ve leer a sus padres y ve baldas llenas de libros en el salón o en una habitación no usada como dormitorio acabará por abrir esos libros e imitar lo que ha visto y es hábito en su memoria. En el colegio, no hay cosa más difícil que animar a la lectura. No digo leer, que en la escuela se lee a diario. Lo que cuesta, incluso lo que no se tiene casi nunca la certeza de que suceda, es inocular el amor a los libros. El libro como un objeto divino, celestial, arcangélico, todas esas palabras de aliento religioso. Ya digo que la fe y el amor van de la mano: ambas poseen la facultad de no dejarse gobernar. No crees a voluntad, no empiezas a creer por ver a otros asistiendo al oficio de misa; no te enamoras a voluntad, no encuentras el amor por decisión arbitraria, por muchas parejas enamoradas que veas; no empiezas a leer porque otros lo hagan, aunque haya bibliotecas y librerías y en casa de alguno de tus amigos los libros amenacen excluir cualquier otro objeto que la componga y adorne.
En estos tiempos de cuarentena, leemos como extensión de las lecturas que hicimos con anterioridad. Si alguien no ha escrito en su puñetera vida (dejadme ser grosero, a veces conforta eso) no se va a poner a escribir ahora que lo han recluido, pero como el azar es un bicho igual de caprichoso que el virus cabrón que nos consume (otra vez se me ha ido la mano, perdón) habrá quien de pronto encuentre su norte, vea que la brújula de sus aficiones da un punto cardinal fijo y adorable, ya sea el de la escritura o el del barnizado de muebles antiguos en el sótano. A mi amigo K., al que no veo desde que nos confinaron, es fácil de entender eso, le pasa a veces que imita lo que hacen otros. No sé a quién imitará en estos días tan penosos. Se asomará al balcón y aplaudirá, tendrá tiempo para adecentar su casa o para desordenarla a placer, pero ojalá tenga elegida una ocupación que le distraiga. Todas son buenas, ninguna es mejor que otra. Ni siquiera la de leer es más elegante o recomendable que la de hacer puzles de las grandes catedrales del mundo. La cosa es no desvariar, no entrar en ese trance peligroso que consiste en aburrirse y no saber qué hacer. Cómo será posible eso. No me alcanza que alguien caiga en el aburrimiento, con la de cosas que ingenia la mente ociosa.
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