En memoria de Luis Sánchez Corral, mi buen maestro
A María Jesús Monedero, que sabrá entenderme.
A María Jesús Monedero, que sabrá entenderme.
La falta de sitio en casa, por grande que sea siempre parece pequeña, hace que uno recurra al trastero, que es un depósito de recuerdos y de indecisiones, una especie de memoria de los objetos de los que no queremos desprendernos, un tributo a Diógenes, a poco que se piensa. En esta propiedad un poco más holgada de tiempo del que disponemos se le ocurrió el otro día a la familia poner un poco de orden en él así que sacamos los muebles y las cajas, los aparatos en desuso y las sillas de la playa. Fue una aventura sentimental de la que acabamos cansados, pero que confirmó la sensación de que el pasado doméstico fue maravilloso y que hay objetos que lo sirven en bandeja para que uno lo retome y lo disfrute. De entre todas las cosas que no se esperaba encontrar di con algunas que me emocionaron algo más de la cuenta. Eran libros, sobre todo. No caben en casa por lo que el escrutinio doméstico los confina en ese trastero, que es una extensión de nuestra vida en común, la familiar, la privada.
La revista Navalá fue un empeño particular de Luis Sánchez, mi adorado profesor de Teoría Literaria en la facultad. Recuerdo que fue el amor a Borges el que permitió que tuviéramos alguna conversación ajena al trasiego de las clases y al temario que debíamos despachar. Luis era un hombre admirable, desprendía un apasionamiento por la enseñanza que se apreciaba sin mucho esfuerzo. Su deseo hubiese sido que leyéramos hasta caer rendidos. No era toda la literatura de su gusto, ni lo es de nadie, pero era particularmente explícita su rechazo a ciertos autores y su afecto infinito por otros. Nos reuníamos en el Seminario de Literatura en huecos entre clases. La sensación de aprender era más íntensa en una de esas charlas que en las mismas clases. Luis era persuasivo y severo, divertido y cómplice. Nunca nadie dirá la palabra "semiótica" con más énfasis. Ni "discurso". Eran suyas esas palabras, creo escuchar cómo las decía en sus clases. La idea de sacar una revista de Poesía en la Universidad fue una de esas ocurrencias mágicas. No sé qué habré hecho con el resto de los números, creo que al menos hasta el cuatro llegó (hacia 1992 esa publicación) pero el azar quiso que uno de ellos no sucumbiese al olvido. Lo abrí con emoción, como se hace cuando alguien a quien amas te da un regalo. Hace de todo eso más de treinta años, pero la memoria no ha borrado casi ninguna de las interminables discusiones sobre la pertinencia de incluir un poema u otro o el orden en que debían aparecer o la idoneidad de que abriésemos en un futuro un turno para la prosa. Yo era entonces escritor novicio (cuándo se deja de serlo, por más que uno haya escrito a estas alturas) y el mundo era un vértigo de descubrimientos.
La revista Navalá tuve también su presentación. Estuvo la plana mayor de los estudiantes con inclinaciones culturales de la Escuela de Magisterio, tampoco hay que deducir de esa afirmación que la sala reservada para el evento (en un callejón que desemboca en el cine Isabel la Católica, en Córdoba) estaba a rebosar. Luis quiso concederme la puesta de largo en mis alocuciones públicas y de pronto me dijo sin mucha concesión a la réplica que era yo el que presentaría el acto. Apenas faltaba media hora para que empezase. Hizo lo que a mí más tarde me pareció más que justificado hacer con mis alumnos: comprometerlos en la responsabilidad, en su ejercicio, en su representación incluso. Saldría mal, de eso no guardo tanta memoria. Ella es lista y sabe censurar los episodios desagradables y uno acata esa decisión de amañar los recuerdos o de amonestarlos. Todo ha vuelto con absoluta fidelidad. Han vuelto Luis Sánchez y Juan Luengo. Hay que ser agradecido a quienes nos formaron. Ellos, Luis y Juan, cada uno a su manera, lo hicieron conmigo, con tantos.
1 comentario:
Guardo también recuerdos de esa época, aunque no te conozco por ahí, sino por tu página, creo que soy mayor que tú. Luis fue un profesor magnífico. Lo retratas con mucha nitidez... Se nota que le tenías mucho cariño. Tomábamos café en el Platanín, un bar cerca de la Escuela. Era un conversador incansable y un profesor severo y a la vez justo. Gracias por traerlo de vuelta.
M.J. Fernández
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