No siempre sabe uno hacerse oír, darse a conocer, asegurarse de que otro sabe qué opina o cómo piensa. Tal vez ni siquiera haga falta esa especie de transmisión, hay quien se cuida en no darse, en evitar que se sepa nada suyo, salvo lo que no compromete. Está el compromiso muy a la baja en estos tiempos, se prefiere pasar desapercibido, escuchar sin responder, sin dar nada a cambio, sin retratarse. No todos, por fortuna, actúan así. Hay quien, al contrario, desea exhibirse, que se le conozca, para beneficio o perjuicio suyo, por el admirable deseo de participar en la convivencia plural, asunto no siempre sencillo. La manera con la que cada cual cuenta para difundir esa voluntad, la de expresarse, muy resumidamente expresado, no debiera ser motivo de delito, salvo que incurra en menoscabar la dignidad de quien le escucha o vulnere alguno de sus derechos. Hasta ahí nada que corregir ni que aclarar. Uno puede salir a la calle con una pancarta en la que exponga su amor a los insectos, su devoción por la Virgen María (en cualquiera de sus acepciones locales, ninguna excluyente de otra, he ahí un poderoso milagro) o su afición a un equipo de fútbol. Entra lo punible al desalojar la dignidad ajena, la ofensa, conceptos los dos que requieren leyes y sujetos que las respeten. No se me ocurre que funcione el libre albedrío, la decisión propia, la que festeja la libertad de quien la ejerce y vulnera la de otro, las más de las veces de modo brusco y casi siempre malintencionada y dañinamente. Sacar una procesión con un órgano sexual (importa poco el género) no es una proclama limpia, por cuanto usa protocolos e instrumentos que no le pertenecen: en este caso la liturgia cristiana consistente en sacar a la calle imágenes. Esa carga simbólica es de naturaleza religiosa, no es lícito (otro concepto jurídico o moral, a veces caminan juntos) que se apropie de ella un colectivo laico y no hay (no puede haber) procesiones laicas, que manejen el imaginario de la fe con intenciones contrarias a su doctrinas. El problema (uno de ellos) es que hay mucha gana de bronca, se ve a diario, va a más, no se advierte que haya intención en unos o en otros de reducir el nivel de gresca. Estaría bien que nos tuviésemos un poco más de respeto. Eso es cosa de los dos bandos, si es que hay dos y están en liza. Reivindicar los derechos sexuales de las mujeres es un imperativo social; más aún en estos tiempos difíciles en los que la mujer gana terreno en muchos sectores y ámbitos de la sociedad (por fortuna, por derecho también) y los pierde en otros a manos de parejas que ya no lo son. De hecho, es más efectiva la manifestación cuanto más educada sea, cuanto menos (ojalá nada) insulte o denigre. Por otro lado, al pesar la experiencia, tomada como rasero, hay quien no condesciende a actuar de buena fe y acude al desvarío y se excede, así que saca la vagina a la calle y la engalana y la toma como si fuese un símbolo de una religión, la suya, que no es religión tal ni se puede concebir como tal, sino otra cosa que funciona a otro nivel y no debe mezclarse con las inclinaciones espirituales de los demás, a las que no hay que menoscabar, ni poner en entredicho. Nada más privado que la fe, lo dice alguien que no la tiene. No es esa ausencia un obstáculo para estar convencido de la legitimidad de la fe ajena, de su raigambre y su ascendencia. Podemos no ser cristianos, pero no podemos soslayar el hecho de que la sociedad lo es en una amplia mayoría. Convivir es, en parte, consentir que nuestro sentir no sea compartido con los demás, que sea respetado y no se haga de él chanza o mofa. Estamos en una época difícil y vamos a una época más difícil todavía.
Omito la fotografía de la vagina insumisa, vaya a ser que el facebook me la censure, no hay necesidad de difundirla, se sabe en qué consiste.
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