13.10.19

Un milagro


A escribir se aprende leyendo o se aprende observando, pero hay gente que lee mucho y observa mucho y no alcanza el rango de escritor, aunque se obstine y formule su tentativa en poemas, en cuentos, en un novela o en un blog en donde sentencie de qué está hecho el mundo o registre los porqués más escondidos de las cosas. Si uno lee con cierto entusiasmo, si al tiempo que lee inclina su talento natural (el que disponga, a veces no se precisa mucho) a husmear en las maneras en que los otros escriben, está recorrido un trecho grande del camino. Viene bien contar con jueces severos, gente cercana o que venga de lejos y expongan sin adorno, rebajando o anulando la amistad sobrevenida, que emitan valoraciones fiables.
A escribir no se aprende forzando nada de lo que se lleva adentro. Hay quien lo hace, escribir bien, digo, con mansedumbre admirable y quien exhibe rudeza y hasta precisa de esa rudeza para que su escritura salga y se instale en el mundo. Tengo la idea de que el escritor, el que lo hace a diario y se toma en serio el oficio, es alguien que vive una vida más que el resto. También viven más o viven en ese gozoso desdoble quienes leen y adoptan el punto de vista del escritor e incluso se transforman en él. Se lee sin que haya obligación de escribir, aunque no concibo la reversa: leer es el instrumento, procura la llave que franquea las puertas, las cerradas o las entreabiertas.
También hay un lector, uno fiero y estricto, en el escritor. Conforme las palabras van saliendo y se van ensamblando unas con otras, hilando su trama, avanzando a su antojadizo capricho, el escritor las va gobernando, desecha las que no convienen, consiente las prudentes, mima las maravillosas. Ahora mismo andaré yo ahí, quién sabe a qué lugar acudiré, quiénes me cogerán la mano y caminarán conmigo. En este domingo de luz , mientras hago tiempo para acometer el desempeño de otros asuntos de más fuste doméstico, administro esa voluntad demiúrgica, de dios pequeño y rudimentario, caprichoso hasta el hartazgo, que ensucia y limpia continuamente el texto, poniendo y quitando aquí y allá, dejando luego lo escrito, como si no fuese de uno, como si estuviese de fondo (escondida, alerta por si nos escoramos en demasía) la belleza o la inteligencia (de la que se disponga) y temiese que las traicionásemos y alumbremos un texto mediocre o uno declaradamente baldío. Son tantos. Suele pasar que el texto no es el deseado, casi nunca lo es. Hay un secreto y el escritor lo divulga, pero no lo cuenta todo, se reserva una condición valiosa del secreto y solo muestra las evidencias con las que el lector lo desvelará. La literatura entera es un gran secreto. Uno quizá fragmentado en millones de piezas.
Lo que anoche leí cuando me fui a la cama (unos cuentos de Saki, nuevamente leídos y disfrutados) me hizo pensar en ese secreto que uno, como lector profesional, voluptuoso y febril, va descubriendo. La vida es también literatura. A veces literatura de la buena y también alberga secretos y tiene criaturas que escriben (las que marcan los guiones, las que diseñan la trama) y criaturas que solo observan los acontecimientos, participando mínimamente, sintiéndose una parte aceptadamente secundaria. Hay quien vive como lector y quien se arroga el cometido de escritor, con más o menos fortuna. Yo no sé qué tipo de criatura soy. Sé, sin embargo, que escribo y que leo y que me siento muy feliz ejerciendo esas dos empresas a diario. Vivo en esa satisfacción. No sé si durará siempre. Tampoco sé qué hay que dure para siempre. Al menos se puede estar en dos lugares al mismo tiempo. He ahí el milagro. Se está cerca suya o no se tiene idea del placer del que nos apartamos.

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