28.10.19

El algoritmo del amor


El dinero

Hay una tendencia reciente a reducirlo todo y a escamotear los detalles, a no entrar en los matices. Se está bien esa intendencia menor de las cosas, en esa especie de resolución de baja intensidad. Debe ser una de las consecuencias de este trasiego febril que nos lleva y nos trae sin que percibamos en detalle las menudencias de la travesía. Será la prisa, que todo lo impregna. O la prisa juntamente con la ceguera. Vamos aprisa y a ciegas. La lentitud no es útil. Tampoco la visión completa. El mercado es un ente que piensa y prefiere la velocidad. Yendo rápido, se consume más. Cogemos un producto y lo sustituimos por otro. No da tiempo a pensar en él, no hace falta pensar en él. Caso de que pensemos, el mercado emite un zumbido, se le enciende una luz y nos sanciona. Le interesa que no se indague, que no exista una intimidad excesiva entre el objeto y su dueño. De hecho la propiedad es un concepto revisable. Es mejor que no tengamos nada, basta usarlo, dar por acabada su existencia cuando estamos muy hechos a manejarlo y proceder a sustituirlo por otro. Eso le conviene al mercado. El recién adquirido tiene una  doble etiqueta de caducidad. Una está en su envasado (con una fecha impresa) y la otra está en nuestra propia percepción del objeto, en el tiempo que le concedemos antes de que nos sacie y decidamos adquirir otro, aunque cumpla esa misma función y no varíe en demasía del sacrificado. Crear ese estado de ánimo es el fundamento de este tipo de capitalismo brutal, salvaje, tosco y, en ocasiones, obsceno. Ese es su cometido, su indicador principal, su carta de supervivencia. A quien matan en ese negocio es a la cultura. De hecho la cultura debería ser un reverso del negocio, aunque el artista deba lucrarse de su trabajo y se comercie con ella. No hay objeción a esta evidencia, pero hay ocasiones en que la cultura es un mero dispensario de frivolidades.

El amor

No sé, en este hilo de las cosas, si el amor se puede reducir, si le pueden escamotear los detalles, si los matices que ofrece no son relevantes en absoluto. Más: si podemos convertirlo en mercancía, si es objeto de medro económico, si hace caja en las tiendas y da beneficios en la bolsa. Quizá no sea amor, será otra cosa,  si se cumplen estos preceptos. No encuentro qué nombre conviene al apaño amatorio que se hace pasar por amor. Hay que ser virtuoso en los sentimientos para poder manejarse con soltura y aprovechar todo lo que el amor ofrece. Ese virtuosismo, todo ese magisterio preciso de emociones, pueden entrenarse al modo en que educamos al cuerpo para que esté en forma y esté sano. Pienso como Stendhal: "El enamoramiento paraliza todos los placeres y hace insípidas todas las demás ocupaciones de la vida". Pero el amor es otra cosa, una que excede la consideración meramente accidental de enamorarse, de todo ese tumulto de quebrantos, deliciosamente ocupados de vida, que se aloja en el corazón (pongamos que es ahí, por imperativo romántico y por conveniencia icónica) y lo hace sensible de un modo inextricable. No hablo del amor platónico ni del amor fou. Ni el lúbrico. Es una elevación mayor sobre la que dejo descansar mis palabras. No hay otra cosa en el mundo que haya ocupado más consideraciones. Quizá Dios, la idea de Dios, iguale este curioso ranking. No me hagan elegir entre ambos, aunque haya quien los matrimonie y conciba al uno sin el concurso precioso del otro. A este territorio no entran los mercados. Si uno cree en ellos, no los deja pasar, pero hay algoritmos que nos fichan y conocen nuestro corazón como si ellos lo hicieran bombear y brincar en el pecho. Es una época de amores a la vista, poco o nada reservados, exhibidos con ligereza, concebidos sin tiento ni mesura. Amores intercambiables y públicos. Ahí el mercado se frota las manos y nos expolia. Es su trabajo, no le ponemos obstáculo. Dejamos en la red las pistas por la que es fácil seguirnos. Somos la versión urbana del cuento de los hermanos Hansel y Gretel: vamos dejando migas de pan, pequeñas huellas reconocibles para que todo el que sepa cómo descifrarlas encuentre nuestra casa y sepa quiénes somos, cómo vivimos, a qué dedicamos el tiempo libre, etc. No tenemos conciencia del precio que estamos pagando: es una tasa invisible, apenas se percibe, no hace daño, ni se ve que exhiba una pose hostil o abiertamente beligerante, pero es un vampiro que ha puesto su dentadura en nuestro cuello y se afana en morder y en vaciarnos. 

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