2.10.19

Con Woody Allen




Dice Woody Allen en la estupenda entrevista que le hacen en El País Semanal que la nostalgia es una trampa seductora en la que se cae con frecuencia, pero hay que tener cuidado con ella: a veces se pone levantisca, se envalentona, hace que la realidad flaquee, se entumezca, no prospere, se anquilose, pierda fuelle, se enmohezca y acabe reculando, perdiéndose atrás, donde las cosas que se arrumban, en el incipiente y agresivo olvido.
Tengo de Woody Allen esa idea, la del amor a la nostalgia. Tal vez sea el jazz al que no renuncia o esa querencia suya a que sus personajes transiten sin que importe demasiado la época en la que están. Son como arquetipos (de Chéjov, de Shakespeare, de la tragicomedia griega, de Bergman, en fin, todas su debilidades culturales) que pasean sus fobias y sus quebrantos en Nueva York en un día de lluvia o en París en los vertiginosos y felices años veinte. Me ha gustado ver a Woody Allen en la portada del suplemento del periódico hoy domingo. Le tengo a sus películas (no a todas, hace muchas, algunas son prescindibles) un amor fiel que no podrá arruinarse por mucho que le hurguen y hociquen en su vida privada, en si coqueteó con la pedofilia doméstica (asunto llevado a tribunales y fallado a favor suyo) o si de puertas adentro su persona no tiene nada que ver con el personaje que se desprende de su copiosa y sincera y exhibicionista filmografía. Es de los pocos creadores que se dedica a contar a los demás lo que va encontrando a sus adentros o, dicho de otra manera, es uno de esos escasísimos directores que poseen una huella fiable y muy reconocible, de modo que si ves una escena o escuchas un diálogo percibes su aliento y concluyes que es obra de Allen o tributo de otro, que ha copiado el patrón y el ritmo, las palabras y el ambiente.
Incurrimos en el error de confundir a quien escribe con el escritor, al ser humano con el creador. En el caso de Allen, no soy capaz de censurar, no tengo todas las pruebas incriminatorias, aunque la prensa se esmere en volcar las más llamativas, que no son siempre pruebas en sí, sino acusaciones, rumores, sentencias sobre un hecho todavía no condenado, con lo peligroso que es dejarse llevar por lo que otro acusa, por el difunde el rumor o alienta la comidilla, sin que medie una resolución judicial, sin que se arbitre un proceso que pese y evalúe las circunstancias y los hechos, cosa que no ha sucedido con Woody Allen, aunque esté en la picota y lo hayan convertido en un apestado. Está en el banquillo de los proscritos, que es un lugar público que no necesita juez con toga, ni letrados, tan sólo cunde el rumor, únicamente prospera la gangrena de sus palabras. No hay nada que añadir a esa tropelía, la de la defunción pública. Tal vez uno no tenga más remedio que dudar y plantearse si podrá ver una película suya sin separar lo privado de lo público, lo íntimo de lo universal.
El arte está fuera de la vida, debe estar fuera de ella, no tiene nada que ver con ella, no se pliega a su discurso. La ficción es un territorio al que no se le debe atribuir la moralidad de lo real. Nabokov escribió Lolita y no extraer de su lectura que contase una experiencia personal, por más que se pusiera en la piel del libidinoso Humbert Humbert y lo creara con esa formidable profundidad. Si descubriéramos una pintura portentosa del criminal de guerra más desalmado (en el supuesto de que el ejercicio del mal le dejara tiempo para pintar o que su sensibilidad tuviera una brizna de devoción por la belleza) o si leyésemos un texto sobresaliente de un asesino confeso o de un violador reconocido, ¿sabríamos deslindar el autor de la obra que nos entrega? ¿Se podría prescindir de cualquier nota biográfica del autor? ¿Permitiríamos que Neruda ocupe nuestro aliento poético cuando sabemos con seguridad que forzó a una muchacha - lo escribe en Confieso que he vivido- o que Polanski hizo tres cuarto de lo mismo, por no contar a la extensa (ay) nómina de actores o escritores o tenores que tuvieron la misma insana y delictiva debilidad? Así censuraríamos una cantidad notable de creadores según el vuelo moral de la sociedad que los enjuicia.
No dejaría de leer a Borges por más que se me ilustre y yo comprenda lo inadecuado de sus ideas políticas: “La democracia es el abuso de la estadística”. No entraría en mis planes dejar de leer a Celine o a Pla, que no fueron virtuosos en su vida privada, quién lo es; vida que no me incumbe, por cierto: sí su talento y la restitución de su inteligencia o de su sensibilidad. Lo de Allen es pasto de tertulias, bien o mal intencionadas. Allá cada cual con el catón que lleva dentro. Que la justicia los encause y condene: yo me reservo el derecho de la admiración y el respeto por su trabajo, no otro, ningún otro respeto, por supuesto ahí está exento (excluido, extirpado) el respeto a la persona, que no está en el autor, que no es parte suya. Que otros apliquen los instrumentos de sanción que convengan: yo me esmeraré en diferenciar al yo que crea del otro, el que sale a comprar el pan y pasea las avenidas y da de comer al monstruo interior, si es que lo hay. Luego sabré compartir la indignación y la repulsa y comprenderé que sus vidas se extraviaron, pero esa desviación no truncó el talento.

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