Se me está poniendo levantisca la novela. Haberle encontrado título definitivo la ha puesto incómoda, le he perdido el pulso, no encuentro el hilo, tanteo, insisto en lo que me agrada, pero hay una inminencia persistente de bruma. La releo con frecuencia, tomó distancia y regresó a ella con titubeos, en la sospecha de que es buena, no podría avanzar si la repruebo a cada nueva trama abierta o si las acometidas no avanzan y no se ensamblan unas con otras y forman un cuerpo sólido, fiable, ameno (soy exigente cuando leo, debo serlo cuando escribo) y resolutivo. Tengo a Claudio Acevedo en tres frentes y hay dos cuajados y firmes, que avanzan solos. Otro, en cambio, está varado, no toma carrera, se enquista, hace que emborrone párrafos enteros, capítulos que valdrían como cuentos, escindidos de la propia novela, pero incapaces de hilvanarse y conformar un destino común. Quizá sea la dispersión en la que me encuentro. Tendría que dedicarme en cuerpo y alma a ella y no a ratos, como suelo, confiscando huevos del ocio del que dispongo. Por eso escribo de noche y muy temprano por la mañana. Porque el día es de otras cosas, no enteramente mío. Escribir en el blog es un desahogo. Una especie de alivio semántico, una conversación conmigo mismo, una conferencia sobre la vida. Ahí siempre encuentro el instante propicio: 3931 textos desde agosto de 2006, lo que sale a texto diario. Escribo con ardor, enfebrecido. No sé si muchos de esos textos son en verdad míos o son de otro. Ni si este me representará en un hipotético futuro, muchos años más tarde (ojalá) cuando regrese a contar cómo va mi novela. Mientras tanto, en la confección de ese anhelo, el novelístico, leo novelas ajenas, sin pensar en que yo ando embolicado en la mía, sin traer a mi propósito ninguna influencia de esas lecturas, aunque cómo sería posible substraerse de ese influjo, no dejarse ir por una voz ajena y colar en la propia su respiración, su tensión narrativa, ese fluir de las escenas en las que la vida va ocupando su espacio y su tiempo. Ahora, aunque no sean horas, dejaré la devoción de estos escritos minúsculos (que leen amigos y que me satisfacen enormemente) y me enfrascaré en el capítulo XII (ese toca, ciento cuarenta y tres páginas limpias y revisadas) y veré qué tal va hasta que toque almorzar. La siesta no la sacrifico por nada. Ni la familia, ni ver cine de noche, ni salir con amigos y ocupar las terrazas. Cuando irrumpa el frío, nos refugiaremos dentro y saldremos a la puerta a echar un cigarrillo entre cerveza y cerveza. Cosas sencillas, argumentos felices. Cuando "Antes de que mi boca sea un páramo yerto" esté acabada, la enviaré a los íntimos, ellos saben quiénes son. La someteré a su escrutinio íntimo. La leerán con afecto, no albergo duda en eso. Claudio Acevedo está a punto de ver cumplido su deseo, el de que lo comprendan y, si es posible, perdonen. Ya irán entendiendo.
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