Una infancia desastrada puede marcar una vida entera. Lo dijo Sigmund Freud y lo probaron en carnes propias Maculey Culkin y Drew Barrymore, Joselito y un amigo mío que todavía, a sus treinta y pico años no ha visto la luz de la sensatez y las bombillitas refulgentes de la cordura. Killing America descansa su perturbado aliento sobre esta evidencia de manual de psicología. La historia de los dos hermanos que fatigan carreteras secundarias con la perseverancia del psicópata goloso de cadáveres se contamina de una historia de un poso nihilista más que evidente, pero no estamos ante ningún tratado del comportamiento humano ni Douglas Sirk está detrás de la cámara. Estos tiempos de relativismos y de zozobra moral consienten revisiones de patrones clásicos atufadas por la sencilla, evidente y legítima vía de hacer caja mientras se escandaliza al personal. Dudo yo muchísimo que Killing America sea un experimento rentable. Es una road movie temperamental, un telefilm de calidad programable en horario nocturno, a salvo de mentes mojigatas o espíritus de constitución endeble, y no porque la casquería de su contenido ofenda o se afilie con descaro al gore tan en moda sino porque se dan por sentadas, por conocidas, por aceptadas, maneras de vivir y comportamientos que no están lo suficientemente justificados. La violencia que los hermanos protagonistas no se argumenta con el peso suficiente. La riada de muertos que van jalonando el metraje se desquicia en un punto en el que ya no nos afecta otro cadáver ni la forma en que los asesinos se deshacen de las pruebas y de la sensación de culpa. No la hay. Dura, a su beneficio, poco: setenta minutos bien llevados. Cansa, en su contra, la tozuda colección de desastres que perlan esos (escasos) minutos. La peregrinación hacia el nirvana de la redención tiene, en el tramo final, un descenso etéreo, una incursión en la epidermis del amor, pero hasta el amor adquiere cartas macabras y asistimos, entre el asombro y la indiferencia, a partes iguales, al espectáculo made in USA del declive de su imperio. ¿O no es eso lo que el título alude? No las tengo muy claras: me parece a mí que se queda uno siempre a medias. Con ganas de haber visto más y con ganas de no que este amago de cine premeditadamente vanguardista acabe, paremos el reproductor (sí, ha sido una sesión doméstica cogida de videoclub) y salgamos a la calle a pasear.
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