7.10.07

Show business

Los tiempos están cambiando. Lo decía la canción de Loquillo y también la obra maestra de Bob Dylan. Cambian en aspectos minúsculos y cambian en evidencias majestuosas. Hay ocasiones en las que los cambios no son percibidos y otras, las más, en que esos cambios son atentados terroristas contra la cordura, el sentido común o como queramos llamarle. Mi educación cinematográfica (lo tengo clarísimo) proviene de una edad en la que devoraba cine programado en televisión. No había muchos canales. TVE, en sus dos cadenas, y paramos de contar. Luego nacieron las privadas y el cable y el satélite y el ipod y los discos duros y el pen drive y la madre que parió a todos los ahijados de Bill Gates, que no vamos a negarle ahora la autoría de muchos de nuestros vicios.
Viene esto porque la programación cinematográfica de nuestro sacrosanta televisión (da igual el canal, da igual el bolsillo ) es roma, corta, pobre, humilde como un verso de Neruda en una reunión de borrachos. Recuerdo gloriosas tardes de cine en la mesa camilla, en invierno. Sábados formidables cuando no había dvd ni videoclubs reventones de novedades. Y la televisión, la caja tonta de los cojones, ponía cintas de John Ford, de Raoul Walsh, de William Wyler, de Michael Curtiz, de Douglas Sirk, de Leo McCarey, de Ernst Lubitsch. Estoy hablando del mejor cine que el género humano ha facturado desde que los hermanos Lumiere dieron con la tecla. Y era gratis. Y lo ponían en horarios accesibles. Esa generación mamó cine de altura, de una altura impresionante. Si ahora echamos un ojo a la cartelera del cine en la tele nos da un corte de digestión. El cine, en televisión, es un relleno. Importan otras cosas. No el cine. Si usted quiere ver cine, de calidad, debe abrir la cartera y tirar de calderilla. Alquílese un clásico. Si no tiene un decente videoclub a mano o no tiene una colección de cintas en casa, mejor se olvida de que la televisión pueda satisfacerle. Aunque la page. Porque, al menos la estatal, está pagada con el sudor de mi amplia frente.
Sí, claro: está el cine en los canales de pago. Nada que objetar. Cine excelente, cine sublime, cine de mucha "altura", pero acoquinando los euros de rigor. Cultura para quien pueda pagarla. Yo la pago, aunque eso me prive de otras cosas. Accedo al cine que me hace feliz y que me hace mejor persona. Eso es el cine: un instrumento de felicidad. Si tuviera que depender de la programación de las cadenas, mejor apago y abro un libro. Quizá debamos hacer eso. O salir a pasear al perro. O charlar alrededor de un café sobre lo divino y lo humano. Eso está estupendo, pero no puedo evitar pensar en el pasado, que no fue mejor, pero tenía cosas infinitamente más atractivas que este presente sobrealimentado de ofertas, lleno de golosinas pay per view.
Ni siquiera la franca facilidad de poder acceder a la Red y acceder a cualquier película, por antigua, rebuscada o rara que sea, frivoliza los argumentos expuestos. Accede uno a la Red pagando. Yo hablo de la gratuidad. La cultura, la buena cultura, no debe ser materia comercial, pero dentro de una hora habré terminado de comer y me sentaré en mi butacón favorito frente al televisor y ninguna cadena (pública, privada) me ofrecerá cine. Me darán saldo de almacén, cintas mediocres de amores de telenovela, quizá un par de sabotajes al sistema informático yankee o, en el mejor de los casos, alguna insulsa comedia americana de los noventa.
Pobre juventud de ahora: la mía disfrutó de la televisión. Y eso que la oferta actual centuplica la oferta antigua. Paradojas del show business

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