15.10.07

El orfanato: Wendy acorralada




Hay una razonable regla que prescribe que el cine español de aliento gótico murió (y creció) con Narciso Ibáñez Serrador, pero Alejandro Amenábar torció el patrón y facturó un sobresaliente ejercicio de cine de fantasmas aureolado de melodrama y de puro fantastique. Juan Antonio Bayona, el director de El orfanato, arma otra sólida excepción y, sin llegar al clasicismo de Amenábar o a la visceralidad de Ibáñez Serrador, recupera - de cara a la galería patria - el género de una manera esperemos que definitiva.
Todo cuanto podamos argüir para derribar el general tono de magnificencia adjudicada a la cinta no deja de ser exceso de crítico comprometido con su imparcialidad - o somos todos inequívocamente parciales y de eso, en el fondo, se trata -, un arrebato de intransigencia. Porque El orfanato es una película muy interesante y sus aciertos brillan por encima de sus (naturales) deficiencias. Además el cine, como industria, precisa de orfanatos como éste, que prestigian nuestra cartelera y procuran, en el exterior, una imagen que hasta ahora únicamente tenía firma manchega o puntuales productos ya instalados en la memoria del tiempo (Bardem, Saura, Erice, Neville, Berlanga). Más que una película (o al tiempo que una película) El orfanato es un camino por donde debe discurrir la industria del cine para regocijo propio y extraño y consolidación de un mercado y de unas expectativas de lucro razonables y dignas.
Bayona, que proviene del videoclip, relaja el dinamismo propio de la escritura concisa de tres minutos de canción para filmar una historia de terror que en ningún momento acude al inventario previsible de sustos sincopados, que el cine americano de idéntico pulso recoge a la perfección, pero que recolecta, artesanalmente tal vez, voces, timbres, ecos, paisajes y sonoridades ya vistas. Pareciera que la película ya ha sido vista, y esa impresión late durante alguna parte del metraje. No así al final, poético, excelso, chivado por un productor como Guillermo del Toro para imprimir al film el aire que le gusta, esa mixtura especial en donde los sueños, la realidad, los cuentos y la voracidad de la vida se abrazan para crear un armazón narrativo único, relevante, digno de figurar en nuestra memoria tiempo después de haber asistido a su escenificación.
El orfanato es una pieza irregular, eso es seguro. Dura demasiado: podría no incurrir en el recurso del relleno, pero estimula incluso en esos pedazos huecos, posiblemente difíciles de hilvanar con el asunto principal del film. Hay personajes perdidos, incluso desaparecidos. Esta evidencia incuestionable posee su justificación: toda la cinta reposa sobre los huesudos hombros de Belén Rueda, que está sublime. Es una película absolutamente volcada sobre la sentimentalidad de un personaje arrojado al borde del abismo y zarandeado en ese umbral por fuerzas que no conoce y a las que debe rendir el debido respeto. El portentoso guión de Sergio G. Sánchez, que tardó en escribir diez años, según cuenta en alguna entrevista de prensa, posibilita el artificio fantástico, la bruma del cuento gótico al que hacía referencia al arrancar esta reseña. La impecable factura técnica deslumbra por encima de la certeza de saber que estamos asistiendo a un revuelto de escenas vistas durante toda la vida en multitud de cintas. Se excusa: Bayona reformula los clichés, los angosta en un dibujo muy preciso de caracteres, en un alarde fastuoso de conocimiento del cine clásico. A mí me pareció que Hitchcock hubiese disfrutado con ella, pero habrá quien me niegue ese capricho. Mío es.
Ajeno a sensiblerías, Bayona ha construido un espacio fílmico sensible. No es lo mismo. Que nadie espere un melodrama, un tour de force interpretativo sustentado por diálogos sobresalientes. No hacen falta. El (insisto) inteligente guión pespunta ideas que no precisan costuras posteriores. Ni alardes semánticos. Todo lo que se dice está muy bien dicho, y no podía ser dicho otra manera.
Si el espectador no es amigo de la infancia como motor de una historia y le cargan los paisajes idealizados alrededor de la bruma y del misterio, entonces ésta no es su película. El orfanato abusa de esa atmósfera intrigante, de servidumbres clásicas y estilo visual tenebroso. El relato íntimo de la niña Laura (Belén Rueda) y de su hijo adoptado es una extensión moderna del cuento a lo Poe o a lo Lovecraft, pero sin el concurso de entidades maléficas. El horror al que asistimos es de naturaleza poética: perturba, pero no satura; conmociona, pero no escandaliza. Todo está mecido por la inversión del mito de Peter Pan y su prole de niños perdidos que quieren, en el fondo del túnel de las metáforas, volver a la vida o, en todo caso, que la vida haga algo para que su letargo (su sueño plácido, su cosmos de juegos y de silencio) se parezca lo más posible a ella. Esta deconstrucción es la apuesta inigualable de Bayona: una puesta al día del poder de la fe y cómo las creencias pueden abrir mundos nuevos y consentir que entremos en ellos. El efecto Poltergeist podría haber sido omitido. Es la parte más endeble, a pesar de ser una de las más vistosas y mejor montadas. Tampoco Geraldine Chaplin hace creíble un personaje meramente casual, apenas relevante en el trayecto narrativo del film.
Este cronista de sus vicios no disfrutó, aunque lo parezca, tanto como quisiera: se dejó llevar por un exceso de amor por el género y no respondió con la entrega adecuada. Sólo se sintió aliviado, recompensado, cuando asistió al vértigo final, a ese prodigioso y contenido episodio de poesía pura. Laura/Wendy es la heroína de esta arriesgada (y saludable, y lograda) historia de fantasmas. No es la heroína atemorizada de Los otros porque aquélla descubría la verdad con temor y ésta, he aquí el sobresaliente giro, busca la verdad para perderse en ella y, en última instancia, perderse también.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Si, Emilio, es una obra irregular, pero fascinante, como dices. La he visto con pasión. Y eso, en cine español, no es norma.
saludos.

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