Hay que llenar los pisos vacíos, le dice el que regresa a la que está llegando. Un piso vacío es un poema al que todavía no le han puesto ningún adjetivo. Luego los pisos se van ocupando con butacas y mesas, pero la verdadera medida de lo que de hogar hay en ellos procede de lo que pensamos cuando deseamos llenarlos.
El hombre ha querido retirarse, pero no tiene el valor de matarse. Ha estado en muchos sitios y no piensa que haya ninguno al que le apetezca ir. El piso es un refugio en el que dejarse consumir, pero ella se ha cruzado. Desea que no le nombre, le pide que no desee saber nada de lo que hizo antes de conocerla. Reina la voluntad de no tener una historia. Como si fuesen personajes de una novela que uno lee y disfruta, pero que acaba olvidando, sin saber cómo se llamaba el protagonista, si tenía una madre a la que echaba de menos o una mujer a la que amó y que acabó detestando.
El amor está en el aire y no nos han enseñado a respirarlo. No sabemos cómo apresarlo, con qué empeño aspirarlo y mantenerlo adentro. Se acaba escapando, terminamos por dejarlo ir y abrimos la boca para que entre otra bocanada y los pulmones reciban, en trance, el aire nuevo. Por eso el hombre la mira sin que le afecte, entra en su cuerpo sin que un clamor de alada armonía lo arrope y calme, la enjabona y la seca sin que piense en que pueda hacerlo mañana y el otro, hasta que el hábito de verse se arruine o el tiempo los fulmine.
En el piso que han fundado no existe el tiempo. Están la mantequilla, el suelo duro y las ganas de encontrar alguna respuesta a todas las grandes preguntas que se han ido los dos formulando.
Ella tiene el pubis hirsuto, las tetas novicias y rotundas y la cara bonita. Él es un viudo nihilista, él es un perdedor al que no le falta nunca una buena historia que contar. Historias de otros. Episodios ajenos.
Se van queriendo a su manera, pero eso no lo apreciamos, podemos pensar que es una obra de teatro lo que representan. El escenario. Los distintos decorados. Las palabras yendo y viniendo. El sexo hueco y sublime, triste y metafísico. El sexo es amargo. Sabe a amargo. El sexo es un túnel dentro de un túnel. No es verdad todo lo que dicen sobre cómo sabe. Da igual que hayas probado cien y todos tengan un sabor distinguible. El sexo es de un amargor enorme. El sexo sabe a Dios. Las palabras también huelen a sexo.
Paul le cuenta a Jeanne una novela aplazada, una trama muy dispersa, una triste y sublime también. Una historia con Dios y otra sin Dios. Paul le grita, la insulta. No suena a insulto. No se le ve blasfemo. Es un salmo obsceno. Hay rezos en los que te crispa que no se te escuche. No sé muy bien todo esto. Tengo que pulir la mística. Creo que no me acuerdo de la última vez que recé, dice Paul. De todas maneras, quizá rece a diario y no tenga conciencia de que lo haga. Días de palabras elevadas a Dios. Puto Dios, le grita bajo un puente. Paul es un feligrés desencantado, un amargado que tiene miedo a serlo de verdad a tiempo completo, sin pequeños armisticios. Jeanne no sabe lo que es y anda buscando a quien la guíe.
Paul es bueno en eso, en hacer que el mundo deje de tener sentido completamente. Porque nadie le ha contado a Jeanne ninguna historia que le explique el mundo y él la ha instruido en confundirla. La muerte no está a la vista. Está el dolor, está el vacío, está la pérdida, pero la muerte no es una consideración remarcable. Siéndolo todo, es nada, es un susurro, es una clausura limpia. Es de la pureza de lo que hablan. Son puros. No sabemos cómo, pero desprenden pureza. Jeanne tiene la vida por delante. Paul no cuenta. Nunca lo hizo.
Paul y Jeanne viven en el centro del mundo, en el principio de los tiempos y no hay nadie alrededor. No existe el metro ni los relojes. No hay libros pesimistas ni los hay alegres. No hay palabras distintas a las palabras con las que se explican el vacío, la distancia, el peso insoportable de vivir cuando afuera se ha fracturado el corazón de las cosas y lo único que se tiene a mano es un cuerpo al que joder, una especie de búnker lúbrico, un templo de carne al que ofrendar todas las plegarias y todos los salmos, todo el verbo de Dios y toda la maquinaria infame del Diablo. Porque en el apartamento Paul y Jeanne fornican y hablan, hablan y fornican, no hay Dios ni necesidad de que Dios acuda y escriture esa relación enfermiza que los dos, ahí adentro, han levantado para protegerse del caos y jadear en régimen de alquiler hasta que reviente la dinamo que mueve las tripas de la tierra.
Va a importar muy poco saber que Rosa, la mujer de Paul, se suicidó. Que Jeanne custodie todavía dentro la posibilidad de que el mundo sea un cuento de hadas y un príncipe la rescate del mismo caos y la cubra de amor y de historias. Pero el príncipe es un tipo miserable, un rey triste, un filósofo que de pronto ha descubierto la belleza de la destrucción y conduce hacia ese lugar su retorcida alma.
A Jeanne le agrada la constancia de Paul, la certidumbre de que siempre va a estar en el piso arrendado. Estará Paul cuando abra la puerta y le contará un cuento y luego, cuando acaba, tendrá preparado otro más. Lo que Paul le ofrece a Jeanne es una visión desquiciada, la única que posee, la del extranjero de sí mismo, la del desposeído, una que no puede entenderse si no se ejerce.
A Paul le gusta de Jeanne la pureza, un tipo de pureza que no tiene que ver con la carne, con los avatares del corazón o con la limpieza de la juventud. Porque al principio, en la oscuridad, no había nada más que tristeza y Paul estaba solo. Creyó Paul que la oscuridad estaba mal y palpó la tiniebla y descubrió un corazón que latía y lo dejó que entrara y entonces el mar rugió y el cielo se abrió como si le hubieran extirpado un coro de ángeles o la mismísima derecha del Padre.
Al principio, en esa oscuridad, no había nada más que Paul y Jeanne. No había Dios ni había padre ni tampoco madre. Estaba el cielo en la lejanía, vibrando de azul, el cielo de París cerrando la trama, estaba el suelo, el suelo como un país, el suelo como una cama, el suelo telúrico y el suelo infinito en donde Paul y Jeanne buscan el origen de la luz y la secreta púa que pulsa el universo. Y están el pubis hirsuto de Jeanne, sus pechos extraviados, su boca que gime, su alma que canta, Jeanne sin nombre, Jeanne primordial y virgen, Jeanne sin oficio, sin pudor, sin historia. Y vio Jeanne que Paul estaba solo y abrió su corazón y lo aceptó como se acepta la luz o la palabra. Confió en él, se dejó hacer, se entregó completa, dejó que Paul la cuidase, la salvara del caos y la rescatara del vértigo. No hubo serpiente ni manzana. Se despeñaron en Nietzsche, en grasa de mantequilla, en mayo del 68. Se corrieron a besos, se corrieron sin ellos y leyeron las palabras dulces de lo que no se ha dicho todavía. Cerraron el paraíso por agotamiento, por rutina, por simple hastío y luego cada uno enfiló su camino y no hemos vuelto a saber qué fue de ellos.
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