Nadie se acuerda de las pin-ups, las chicas cheesecake de pandero oceánico y sonrisa pintada, el alivio lúbrico de los hijos del Tío Sam a la vuelta del frente, en las barricadas del pueblo, en las fiestas de los sábados con el jukebox zumbando a las hermanas Andrews. Se las inventaron para que el ciudadano de a pie se encabritara con moderación y así no razonara más de la cuenta el quebranto de la guerra y la miseria de una sociedad fatalmente abonada a lo precario. Venían a ser como las folclóricas de aquí, pero sin el chorro de voz ni las batas de cola. En España, a falta de chicas vintage de formas generosas y gestos promiscuos, se creó un sólido ministerio de distracciones populares que convino la necesidad de que unos cuantos niños cantores y unas cuantas mozas copleras entretuvieran la hambruna del pueblo. Esta facción del poder a la que se le he encomendaba el distraimiento de la gleba ha durado hasta hace bien poco. Ignoro si todavía hoy en algún recoveco de las instituciones se fomenta este destape modestito como fármaco subliminal que mengüe las penurias que lamentablemente persisten. España ha crecido en libertades (esto tiene cada vez más matices) y ya no sobreviven los corsés morales que antaño educaron a nuestros ancestros. Los míos, a fuerza de no conocer otra visión del mundo, carecían de la perspectiva suficiente como para entender este relativismo (en palabras teológicas) que nos azota. Ahora preocupa el SMI, las hordas de bárbaros en las bancadas del mundo, el despegue económico que no llega, el paro criminal, el advenimiento de cien guerras o de una sola, la tiniebla de las redes, la locura de todo el veneno de todas las pantallas, la eclosión de las monarquías arancelarias, el temblor del descarriado cuando no encuentra tierra en la que zanjar su diáspora, el miedo a que el miedo no se vaya nunca y medre en la vigilia y haga que prefiramos la ocupación dulce del sueño. Pero son estos tiempos menos terribles que los que se anuncian y el hombre ya no rinde cuenta al hombre. Ahora todo es marasmo, todo es clausura. Y no, no tendremos que echar de menos los años de las pin-ups, ni ese jolgorio hueco de la carne ofrecida como distracción. Tampoco aquellos fueron los mejores años, no sé si alguna vez los habrá nobles y hermosos. Es tan solo el decaimiento de la alegría, la invitación a que lo mediocre prospere y la verdad se desbarate cuando luce más la mentira, cuando una noticia reemplaza a otra y no tenemos tiempo de pensar en ninguna de las dos, cuando la fiebre y el vértigo se instalan en el disco duro del corazón y nos conformamos con tener más capacidad de almacenamiento. Porque tenemos de todo y no tenemos nada. Porque no sabremos mirar al cielo y perdernos en la danza de unas nubes.
Hace poco, en unas jornadas de cata de cerveza, un Oktoberfest asturiano o algo así, sacaron en el cartel de rigor a una señora con escote agreste y ubres como campanas burgalesas. Los reacios a ese uso de la mujer (escote, tetas, mohín descarado) pidieron la retirada del cartel. Sexismo. La tiranía del macho. Los que lo sacaron se emperraron en dejarlo. En Alemania, donde no sólo cuelgan cartelería promiscua sino que las jarras las sirven alegremente mozas bien servidas de mamas, llevan años con estas nobles tradiciones populares. Creo yo que hacen falta pin-ups, sean hembras, sean machos, y que no hay que llevar al Parlamento asuntos tan triviales. Porque lo son, a pesar de todo. Triviales como una portada del Hola. Lo que es innecesario es la prohibición cansina, el ciego catón con su férrea vara de medir. Toros, humo de tabaco, escotes de vértigo o lo que vaya viniendo, que me temo que es mucho todavía. Cansa, aturde, sonroja en ocasiones, demuestra este estado quisquilloso de las cosas que estamos a punto de entrar en una época turbia, de vicios desmedidos, de gente clandestina, furtiva, buscando pin-ups en las paredes, en las calles, aduciendo en su defensa que están las leyes duras y que hay que buscar alivio (moral, ético, lúbrico) en donde sea. Malos tiempos para la lírica. Me tomo una cerveza para celebrarlo todo. Sin alemana ubérrima que me anime. Como leí en una camiseta no hace mucho: "A mí no me hace falta divertirme para beber", aunque ahora la gente se ponga alegre de cositas para que la alegría irrumpa. No sabrán (uso un futuro triste) cómo afincarla si no es modificando la química de la sangre. No es una añoranza del pasado, que no fue el mejor de los tiempos: es un desahogo del presente, un aviso de lo que el futuro (Trump, Musk, todos los oligarcas, todos los descerebrados, todos los promotores del vacío) traerá. Habrá que hacer algo. No sé el qué, no entiendo mucho, tan solo me cuento las cosas por ver si las voy entendiendo un poco. Ayer un amigo me dijo que se invierte cada vez menos en educación. En corazón es en donde ya no se invierte.
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