
Al principio hacerle fotos a peces muertos fue una ocurrencia sin propósito. Me agradaba esa quietud triste como de trofeo a la que luego se le pone tasa y se sirve en la mesa. Están los peces exhibiendo su dignidad ciega, tienen el cáncer en los ojos, miran con intención de sombra, lo que ven es una perversión de su memoria. No podemos saber nada, es una de esa tramas invisibles que ocupan el aire y lo vician y nos perturban. Morir es un contratiempo, una clausura de la luz, un desquicio del tiempo. No se alcanza a entender los motivos de la muerte, el libro cerrado de las horas, el pulso oxidado de los días. Lo que no hay es pudor. Se muere uno y lo exhiben toscamente. La muerte es tosca y es impúdica. Quienes la observan tienen un aplazamiento, se les ha concedido una pequeña dilación. La vida es un viaje del que no tenemos propiedad, da lo mismo ser pez que hombre. Es el mismo viaje y finaliza con idéntica brusquedad. No hay cese razonable, ninguno lo es. Uno querría no haber sido informado de la brevedad de la travesía, ir a ciegas, desavisado, no tener la presencia de las muerte de los otros, sea cercana y dolorosa o ajena y aséptica. Lo que tenemos es esa constatación brutal del presente, pero conforta no haber nacido pez o insecto, tener el refugio de la palabra. Tampoco sabemos si el pez, en su condición de criatura afásica, tendrá la fantasía del deseo de haber sido otra cosa o si en su intimidad invisible hay una trascendencia que el hombre lo cercenó a beneficio propio. No se les tiene a veces el afecto que se le dispensa a nuestros semejantes, no aplicamos piedad cuando acucia el hambre, pero duele verlos en la plancha con hielo de las pescaderías, duele su sencilla fragilidad fúnebre. Y el rape me sobresalta, me apremia a que lo observe, me requiere la atención debida, me intimida mientras decido qué pescado llevar a casa. No se me ocurre adquirirlo. Temo que se me indigeste o me echa atrás el precio, alguna de esas dos cosas u otra que en el momento de la compra no razono. De cualquiera de las maneras, saco el móvil y registro su abatimiento, que es también el mío. Siempre me causó cierta zozobra la mercancía de las pescaderías. Es un espectáculo grotesco, por más que luego no ponga impedimento a que un buen plato de pescado ocupe la mesa en el almuerzo. Aun muerto, exhiben una nobleza encomiable. Su presencia descorazona cualquier voluntad culinaria. El rape, muerto, tiene la consideración y el protocolo que no se le dispensa en vida, se ofrece con obstinada vehemencia, parece reclamar que le obsequiemos con nuestra atención y lo elijamos. Como si desease acabar en esa nobleza metafísica de nuestra mesa. Luego, en cuanto se desbarata su frescura, se descompone, apesta como casi nada en este o en otro mundo, se corrompe su naturaleza espléndida, toda esa plenitud y insólita belleza. De ahí su secreta ofrenda. Ya que no puede ser incinerados, prefiere el sacrificio gastronómico, ese último servicio antes de desaparecer del todo. Como si supieran que no se muere uno nunca y permanece en la memoria de alguien.
No hay comentarios:
Publicar un comentario