3.2.25

Dietario 26 / Las palabras

Hay que elegir bien las palabras, acomodarlas, conferirles el aura de afección suficiente para que impregnen otras que les vengan cercanas y todo quede ensamblado y firme de modo que no exista necesidad de mover alguna o de sustraerla del conjunto y calzar una que se apreste, en urgencia, a cobrar ese sitio y darle a todo un aire que no tenía. Para cuando estén a gusto de quien las escoge ya habrá alguna que se haya acercado a incomodar, por ver si lo malogra todo y hace que todo comience de nuevo. No hay certezas con las palabras, siempre andan acoplándose y desacoplándose, cerrando una idea o abriéndola sin remedio. Las palabras, aún tratadas con generosidad, mimadas, acaban por traicionar al que las escribe o las pronuncia. Vistas con cierto esmero, se desprende que tienen voluntad propia y se descuelgan o se arriman sin que se sepa bien a qué obedece la fuga o el enganche. Ahora mismo, mientras escribo, aprecio que hay algunas que me piden paso y desean con verdadero ardor que las traiga y las deje aquí y hasta alguna hay, que anda ahí detrás, bien cubierta, como si ya hubiese hecho con colmo su oficio, que no merece ese hueco, pudiendo ir con más soltura en otro o incluso en ninguno.


La manera que tenemos de hablar o de escribir también podría aplicarse a la que tenemos al escuchar o al leer. Si nos esforzamos en escuchar bien, si pesamos lo que dicen las palabras que nos dicen o las que nos escriben, podemos aprisionar alguna que nos convenga y doblegarla para que se hilvane a las nuestras. Quizá las que nosotros elegimos son las que los demás capturan (no me cuadra el verbo, pero no doy con otro de momento) y manejan. Lo mejor que puede hacer uno si de verdad ama las palabras es no contentarse jamás con ellas. Dar las batallas por perdidas, albergar la esperanza de que una brizna de belleza o de inteligencia o de elegancia será cosa nuestra o que en el transcurso de un día alguien repara en algo que hemos dicho o escrito y decida, tal vez sin tener conciencia de que lo está haciendo, que esa combinación de un adjetivo y un sustantivo, pongo por caso, es hermosa o le hace disfrutar (sin que esperase hacerlo) o únicamente le deparó un instante de extraña felicidad. Duele que algunos las zahieran y las tundan a palos. Hace que temamos que no haya futuro y estemos abocados al caos. En el peor de los casos, cuando hayamos renunciado a expresarnos con las mejores palabras posibles, con las más útiles o las más evocadoras o hermosas, regresaremos al gruñido y el grito lo ocupará todo.


Hay quien desoye a veces lo que se le dice. No por ignorancia, ni siquiera por alguna indisposición física que se lo impida. Es la pereza o el desinterés lo que les anima o lo que les hace flaquear y sentirse bien en esa flojedad de la que no se extrae nada bueno ni tampoco malo. No hay asunto de mayor importancia que éste de las palabras. Cuando se organiza bien, en cuanto las palabras fluyen como deben y se encabalgan unas a otras en un todo firme, el mundo gira mejor, las personas nos amamos más hondamente y hasta los cuerpos se buscan con más lúbrico empeño. 


Lo mismo que el martillo se reconoce  en el objeto sobre el que se aplica y lo hunde a voluntad de quien lo empuña, las palabras impactan en la realidad y la ablandan o la endurecen, la endulzan o agrian, la convierten en algo soportable o en el lugar más duro en el que se pueda vivir. Hay palabras con las que hemos contado toda nuestra vida y que, sin aviso alguno, como una amante que deja de serlo, nos abandonan, dejan de agradarnos como entonces. 


Leo poesía (hoy Jorge Guillén, muy temprano) porque es la poesía la que hace encajar mejor las palabras. Un poeta, uno bueno, es, en esencia, una persona que se esmera más que otras en poner unas palabras al lado de otras, en hacer que den de sí y cuenten o que se subsuman y extraigan de un todo la parte más atómica, la que (con menos) da más. Le anima la intención de que ese ensamblarlas explique el mundo. Porque el mundo completo, sus pájaros, sus nubes, sus mesas de caoba, sus llaves, sus luces, sus insectos o sus minerales, está en las palabras con que lo nombramos.  Si les perdemos el respeto, empezamos a morir. No una muerte individual, que le sucede a alguien. Es la defunción de la sociedad tal como la conocemos. Nos perdemos cuando desatendemos las frases, cuando las decimos sin pensarlas, incluso cuando, al pensarlas, ignoramos a quien escucha. Hablamos solos, escuchamos un eco. Escribir es tener a alguien que sabemos que escuchará. Escribir un diario es una disciplina orgánica. Escribir es lo más parecido a tener dos vidas. Y ambas están ocupadas por palabras. 

2.2.25

Una brizna de amor en el mundo



Fotografía: Marina Sogo

 En la Ética de Cicerón se lee que la virtud no es tal si no es ejercida sin interrupción. Que cualquier desatención que se le dé desbarata las atenciones con la que la agasajamos. Que un momento de debilidad malogra una vida de fortaleza. Añadió que debe prevalecer la seguridad sobre el antojo caprichoso. Baudelaire, más licencioso que el filósofo romano, sentenció que no es posible ser sublime incesantemente. Que la virtud es un lastre. Que quienes consagran a su desempeño las más nobles y altas intenciones, más que vivir, malviven. Se me ocurre qué aportaría Bukowski a esta pequeña rendición de sofismas sobre la virtud. Porque no se tiene de ellos la certeza de que sean válidos cartesianamente, aunque den esa robusta apariencia de cosa muy pensada y casi a salvo de la sanción con la que algún discrepante las revocaría. Yo mismo, sin que cunda el ánimo de enmendar la plana a Cicerón, me siento más del lado de Baudelaire, que elogió sin ambages cierta dulce inmoralidad, una sin estridencias malsanas, si se me permite la consideración, convocada para aliviar la intemperie grosera del aburrimiento o, más canónicamente, una hecha a alejar a todos esos melifluos ángeles de la mesura y de la corrección. No se colija de esta confesión mía que me muevo en los suburbios de la maldad, apostado en una esquina a la espera de que cualquier oportunidad me permita desplegar mis artes insanas y abonar mi alma al desasimiento.

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La virtud más extrema mira de reojo al puro vicio.

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Hay virtudes ejercidas con brevedad y elocuencia y también deseos que nos congracian con la dicha. Creo con firmeza en que la justicia, la templanza, la prudencia y la fortaleza, todas ellas virtudes cristianas, harán de nosotros algo mejor de lo que somos, sin que se exija que su concurso fiable nos escolte con ciego oficio y haya alguna oportunidad para descarriarse sin alharacas, de probar lo que no debe probarse, de inclinar el apetito a viandas no recomendables.

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No habrá día o parte de un día en que no seamos justos, ni templados, ni prudentes, ni fuertes. Tampoco alguno en que no se aventure por nuestra imprevisible sangre el loco anhelo de excedernos, de desviarnos, de aplicarnos el veneno tantas veces apartado y ver cómo sienta su desquicio delicioso.

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No hay nada más saludable que perderse adrede y volver más tarde a casa. Los que no dan con ella y siguen deambulando son los que perpetran los males en el mundo. Todos esos bárbaros habituales son los que no han sabido volver a casa. Hay que salir de ella para regresar con más determinativo ahínco.

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Hay quien teme que las tentaciones lo desgracien. Oscar Wilde, otro adalid de la cofradía de Baudelaire, hay cientos, a todos habría que escucharlos, dijo que la mejor forma de librarse de una tentación es caer en ella. De bruces, si se hace falta, podría añadirse.

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La virtud tiene infortunios que la mala intención ignora.

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Tener una virtud es una desavenencia con uno mismo. Por más que nos haga mejores personas no contribuye a que seamos más felices. Es atributo suyo cierta abundancia en el alma, pero no arrima festejos al cuerpo. Al cuerpo se le debe la pleitesía más alta. Es suyo el hospedaje de la armonía, tiene la encomienda de festejar el advenimiento de la felicidad y el rechazo a la grisura del tiempo. Porque el tiempo es cruel y no escucha y hace siempre daño.

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Suele decirse que es virtuoso quien calla cuando no sabe bien qué decir. También debería decirse que es virtuoso el que, sabiendo qué decir, no compromete las posibilidades enormes de dejar a los demás en ascuas.

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En el fondo, la virtud codicia desdecirse. Desea, más que nada, rebatirse, dialogar con el mal, intimar con él, saber que cuando regrese a su centro y a su rutina podrá rebatir a quien diga que no sabe de lo que habla.

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La virtud es la sintaxis del ágrafo.

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El arte es la virtud de la eternidad. El que se consagra a cualquier disciplina artística es un virtuoso de sí mismo. Sería el ejecutante, el instrumento y la melodía, sería el actor, el texto y el público. Sería la completa restitución de todo lo que existe.

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A veces se aprecia con más entera propiedad la virtud cuando la ejercen los otros.

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Me he convencido con los años de que las personas buenas tienen todo el derecho del mundo a ejercer el mal de un modo terapéutico, quizá únicamente por el placer de convencerse (a fuerza de culpa y contrición) de que no hay territorio más hermoso que la bondad y que cualquier extravío de su linde sólo acarreará sufrimiento.  Leído el argumento al revés, interesa escudriñar qué hay de bueno en quienes se aplican al mal y se enseñorean en ese tráfago infame. Todos los criminales tienen un corazoncito, dicen las malas películas. Incluso el desalmado más retorcido, llegado el caso, exhibe maneras visiblemente decorosas y se inviste con los mismos atributos de humanidad que los otros, los buenos, los limpios de corazón y todo eso. Las razones por las que hacemos cosas que no debemos (las del pecado, las del delito) dan más literatura que las razones por las que hacemos lo correcto y ni pecamos ni delinquimos. Al mal se le matrimonia con las virtudes del entretenimiento, aunque duela en el fondo admitir que nos fascina esa desviación, ese apartamiento innoble de las normas y del sentido común.

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En los patios de colegio, los niños buenos se arriman al barullo de las peleas que montan los malos. En las películas de serie negra, el hombre centrado y cabal se malea cuando la mujer fatal le echa el lazo. El gran cine negro es una extensión gloriosa de esa premisa simple. Gana la perdición (precisamente ése es el título de una de las mejores tramas de cine negro que un servidor ha visto). No se sabe bien a qué instrumentos acudir para encauzar el camino al descarriado. Ni los curas de barrio ni los psicólogos dan con la tecla. No sabemos qué pedagogía aplicar. Igual esa fascinación está íntimamente ligada a nuestra naturaleza. Como cuando un animal, según su carácter, aun comido, no deja pasar la oportunidad de morder el cuello de otra pieza, aunque sea para conocer el concepto de postre. Comer sin hambre. Beber sin sed. Herir sin motivo.

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En lo que a uno le concierne, se ha visto asomándose al abismo, mirando con cierto apasionamiento lo que ahí abajo se ofrece. El abismo nos mira cuando lo miramos, recogió Nietzsche. La visión no siempre ha sido rechazable. Lo bueno de pecar es que se queman muchas toxinas, seguro. Lo malo es que luego la conciencia, esa bicha canalla que te visita a poco de conciliar el sueño o en el mismo trasegar del día, entabla contigo un diálogo del que no sale uno indemne casi nunca. A lo mejor el mal al que podemos acercarnos sin culpa, libres y absolutamente entusiasmados, es al que procura la ficción. Muchos de los mejores libros que yo he leído hablan de él. Mi Patricia Highsmith, mi Howard P. Lovecraft, mi Charles Baudelaire, mi William Blake. El tormento del mal se alianza con el gusanillo del vicio. Van los dos en comandita, de parranda, entrando a los tugurios y empinando el codo, mirando el culo de las mozas y vociferando con la sabida vehemencia todas las expresiones soeces. La palabra que mejor expresa todo este tumultuoso argumento es transgredir. Se transgrede para madurar, me dijo una vez (con estas palabras) un buen amigo en una barra de bar, contentos de licores y de cháchara. Malos no somos, debimos decir, pero motivos tenemos para serlo, como dijo Cela en boca de su Pascual Duarte. Mejor es la afirmación escabrosa y llena de picardía de la promiscua Mae West: «Cuando soy buena, soy muy buena; cuando soy mala, soy mejor».

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Hay personas que hacen el bien incluso. Lo aplican con el afán que no ejercen en otros asuntos, y adquieren, en esa disciplina, una suerte de destreza, a veces no volcada en ellos mismos incluso. Algunos se afanan por darlo muy a pecho descubierto, exhibiendo las maneras, haciendo ostentación de los gestos y de las palabras aprendidas. En un hipotético escrutinio, esta rama ocupa una consideración inferior. Por el contrario, en la cúspide, en una idílica cima, figuran los que lo ejercen sin que se aprecie esfuerzo, velada o anónimamente, convencidos de que no hay autor sino virtud, que no se refrenda un nombre sino un acto, como si esa labor insistente y altruista no ofreciese señal alguna con la que estabularla y proporcionarle una marca. Invisibles, dan cuanto pueden, procurando apartarse si se les reclama que luzcan y se muestren, que cunda su ejemplo y se les pueda señalar por la calle. No se tendría que observar que esa inclinación natural a procurar el bienestar ajeno se realice para obtener un beneficio a cambio, eso me parece lo más honrado, lo más correcto también. Se hace el bien y no se espera que nadie nos lo agradezca o devuelva. Hacer el bien y no mirar a quién, decían. Al término del día, quienes así actúan no hacen cuentas de las buenas obras que han hecho, ni de la bondad que hayan podido diseminar. No precisan el recuerdo de su trabajo para conminarse a proseguir en su magisterio y esmerarse en el del día siguiente con más ahínco o más oficio. No buscan aplauso, constancia de que fueron ellos los gestores. No tienen, que yo haya inferido, alguien al que rendir un informe. Ni lo hacen tampoco por Dios, aunque la causa podría ser ésa, eso no altera el plan primero: el de la bondad. Idóneamente, lo hacen sin motivo, no hay (tal vez) ni propósito. Es algo natural. Quienes no profesan una religión no suelen pensar en si agradar o hacer el bien a los otros será también del agrado de la divinidad, aunque entre en lo razonable que lo sea. La excluyen, no dejan que interfiera en su labor, no requieren su presencia en los momentos de incertidumbre. Tampoco ponen al tanto de lo que hacen a quienes tienen más cerca. Los otros, los creyentes, funcionan de otra manera, aunque la empresa sea la misma. Quiero creer eso. Si perciben que su trabajo es demasiado evidente, se aplican en disimularlo. Prefieren, por decirlo de alguna forma, la sombra, el silencio también, y en la sombra y en el silencio progresan hasta que se alojan en la luz y en la palabra.

*

He hablado con gente buena, la tengo cerca, he visto cómo actúan, les he expresado mi admiración, les he dicho que yo no podría, que acabaría extenuado o triste o convencido de que no merece la pena ese esfuerzo estajanovista, esa voluntad firme de medrar en la bondad y de no presumir del medro. No desean recompensa, no la buscan, no creen que les haga mejores su cobro. Yo sería (me da por pensar) una especie de obrero de segundo orden. Haría el bien, buscaría con empeño y con entusiasmo el bienestar de los míos y de otros a los que no haría distinción. Se colige que estaría bien que se confortara al bondadoso con la bondad ajena. Sentir la necesidad de que alguien viniese y lo confortase. Querría que uno de ellos se sentase a su vera y dijese todas las palabras que su abatimiento anhela. No creo que esta legión de servidores del bien tenga una cofradía en la que compartir sus andanzas, sus éxitos, también sus fracasos, aunque no dudo de que tienen la facultad de reconocerse entre ellos. Los padres no delegan sus enseñanzas a sus hijos. No es una doctrina que perviva en el tiempo y tenga su épica y su libro de salmos. Insisto en lo fundamental de su anonimato. A veces pienso que si hay una brizna de amor en el mundo es porque ellos se sacrifican para que esa brizna se ice, tome vuelo y luego se esparza como si fuese una semilla. Uno de ellos, un poco a lo loco, sin pensar, me confesó que el mal es fuerte y que a veces se pierden las batallas incluso antes de acometerlas. Me lo refirió ayer a propósito de algo baladí, en apariencia. Me confesó que a veces prospera el desánimo. Que él mismo consideró la posibilidad de retirarse y ser como los otros y hacer el bien de cuando en cuando, no con la fijeza de ahora, con la secreta obstinación de ahora. Todo a lo que me entrego se hace rico, dejándome a mí pobre. Esa cita es de Rilke, el poeta. Se la recité. Hace mucho tiempo que no le veo. En algún momento he creído ser como él, ser uno de ellos, pero me ha vencido la flaqueza, se ha ocupado de hacer que se arrodille ese ansía mía por derrotarla. Soy débil, somos débiles. No tengo muchas virtudes, pero me esmero en ignorarlo. Al final todo queda en amarnos mucho, en permitir que se nos ame, en respirar el amor cuando el amor acude, en cuidar de que no se ausente cuando está a nuestro lado, y caer en la tentación para que la palabra exista.

*

Un vicioso es alguien que se ha hecho adicto a sí mismo.

1.2.25

Dietario 25 / Cero

 Obligarse uno a escribir a diario y, sin embargo, tener tan poco que decir. Qué necesidad habrá, me dijo M., asombrado de que perseverara sin aparente cansancio. Pero a veces lo hay. 

La máquina del tiempo


 Ver a la princesa Leonor en el buque escuela Elcano plegando las velas sobre su verga en televisión es lo más parecido a volver al NODO. No eché en falta ni el blanco y negro ni la voz de Matías Prats padre. Hasta la musiquilla escuchaba mientras contemplaba las evoluciones de los guardiamarinas en su desempeño náutico. No cambian las cosas, vuelven, se regeneran, adquieren nuevos formatos. Estamos volviendo al pasado. La máquina del tiempo está en marcha. La manejan los oligarcas de la pasta y de las máquinas (Trump, Musk, Zuckerberg). Nos la sirven a los postres. Antes de descabezar un sueño reparador. Viva la siesta.

Dietario 24 / El cuarto de la plancha



Fotografía:  Han Chengli

La realidad, más que una cárcel, es un carcelero, escribe Xacobe Pato en Seré feliz mañana. De quien nos vigila y contiene hay la suficiente bibliografía, pero basta con que uno tenga la paciencia (y el atrevimiento) para medir las dimensiones de su jaula y concluir con la idea de que es del tamaño del universo. Da igual que no salgamos de casa o que deambulemos sin motivo por la vasta geografía. Quien viaja cree tener un punto de vista más amplio, sostendrá que salir de donde quiera que estemos es salir de uno mismo y probarse en el desempeño de lo incierto, de lo que no ha sido todavía pisado ni conocido. Esa experiencia no precisa poner un pie en el suelo. Uno puede ir al confín de la tierra si da con la voluntad de querer ir. Porque ir a Roma o al cuarto de la plancha (decía memorablemente Luis Alberto de Cuenca) son la misma extraordinaria cosa. El poeta, grande él, enorme, solicitaba que el camino no lo realizase solo: tenía que hacerse en compañía, con quien uno ame o quien le haga reír o con quien le escuche, vendrán a ser la misma cosa esas tres circunstancias. Que nos amen, nos alegren o nos escuchen forma parte del viaje íntimo que realizamos desde que tenemos algún tipo de conciencia sobre nosotros mismos, sobre el motivo por el que estamos aquí, sobre la autoría de este singular acontecimiento que es vivir. La niña de la foto ríe con los brazos extendidos y las manos abiertas, ríe con su camello, que se alboroza también, sin que sepamos mucho (nada sabremos) acerca de la naturaleza de su regocijo. Ver el horizonte es cruzarlo y pisar su inasible reino. Acaba siempre escapándose. No hay nada que sea enteramente nuestro. En cuanto tenemos algún tipo de propiedad sobre algo, se desvanece, vuelve adonde quiera estuviese, se desentiende de nosotros, nos ignora. Anoche reí hasta que se me saltaron las lágrimas. No importa qué hizo que tal cosa sucedería. Hay ocasiones (todas serán) en que no podemos dar razones para lo que hacemos. No harían falta. En cuanto aplicamos el sentido común sobre lo que quiera que hagamos, perdemos la incertidumbre de su ocupación. Yo quiero reír con un camello en las estepas mongolas y abrir las manos y sentir que me duele el costado y se engolosina el alma. Ese es el verdadero viaje. Somos nuestros carceleros. La realidad es siempre hermosa. 


31.1.25

Dietario 23 / El hombre pequeñito

 


Creo que se prefiere regalar a que nos regalen. Quien se esmera en dar con el regalo idóneo es a él mismo a quien le está rindiendo un presente, él es el agasajado. Pero qué alegría que alguien desee obsequiarnos. Piensa uno: qué habré hecho yo para que piensen en mí y este regalo lo rubrique. Hace unos días, en el patio del colegio, un alumno me regaló un marcapáginas modestísimo con mi nombre dentro. "Para ti, maestro". Ni siquiera es de mi clase. No sé cómo se llama. Si me apuran, no sabría ponerle ahora cara, reconocerlo entre los demás cuando el lunes coincidamos de nuevo los dos en el recreo. Era de papel el marcapáginas, sin la dureza que haría que de verdad sirviera para fijar la página por la que abandone la lectura. Ni siquiera se ha parado a ver qué cara ponía al recibirlo, ni esperó que yo festejara su generosidad con un gracias. No haré que dé el uso para el que se creó, no podría. Lo he guardado dentro de un libro, uno cogido de una balda, al azar de entre los muchos infantiles y juveniles que hay en casa. Me ha hecho gracia que tenga ese título: "El hombre pequeñito". En verdad lo era el zagal que me hizo el regalo. Las cosas que se guardan dentro de los libros importan, permanecen. Como los libros. Quizá vuelva a dar con el marcapáginas en un año o en quince o alguien lo abra cuando yo no esté y se repita la escena una vez más. Hay libros que no se vuelven a abrir jamás, pero alivia saber que custodian la memoria y la salvan del fuego. 

Defunción lírica de un marrano


Al cerdo le fascinaban las arias de Verdi. La culpa la tuvo el porquero, entusiasmado melómano. Usaba un amplificador a válvulas que se caía de viejo y unas columnas Edimburgh que pesaban cien kilos. El conjunto sonaba como Dios suena en sus nubes. No hubo propósito, ni gran aprecio tampoco, tan sólo la evidencia de que los gruñidos eran menos ruidosos o que, en ciertos pasajes, se le tornaban los ojos y daba unos brincos armónicos que al perplejo porquero le parecieron un milagro. Ninguna otra muestra de la gran música producía el mismo efecto en el animal. Con Wagner emitía unos gruñidos más toscos de lo normal. Con Gould acometiendo las variaciones Goldberg se ponía inusualmente nervioso, agresivo a veces. Las sinfonías de Bruckner lo consternaban de un modo sobrecogedor. Sus ojillos palidecían, hasta se diría que se precipitaban irremediablemente al llanto, que no acababa de irrumpir nunca. Días antes de que lo condujeran al degüello (debe aquí anotarse que el entusiasmo melómano no rivalizaba con el pecuniario) el porquero le  sometió a una escucha masiva de las arias de las veintiocho óperas de Don Giuseppe. Murió en el fango, tal vez feliz. Sonaba Aida, una de las últimas. Se cree que le sobrevino un infarto o un derrame cerebral. No se descarta un ictus, no hay bibliografía sobre el sistema vascular de los cerdos. Tampoco se le hacen autopsias. No consta ninguna, al menos. El veterinario, informado del amor a Verdi del marrano, sugirió el suicidio. Recordó un burro que murió horas después de que finara su dueño, aficionados los dos  al jazz de Nueva Orleans. El porquero no lo abrió en canal, como suele con otros, no separó las piezas para hacer negocio. Le dio piadosa sepultura en una loma. Acude los día de bajón, se sienta en el verdor del suelo, cruza las piernas y se queda ahí un buen par de horas sin pensar en nada, dejando que la misma tierra dialogue con él y le consuele. 

30.1.25

Dietario 22 / El tiempo

 


Fotografía: Ramón Massats


 A la pérdida que antecede al duelo no se nos prepara a fondo, no hay una pedagogía que nos asesore sobre cómo afrontar el dolor de los nuestros que se van. Decir "se van" es ya un desgarro lingüístico. Las palabras, si no se esmera uno en escoger las menos lesivas, dañan como si fuesen cuchillas que rasgan primero y, con fruición después, escarban, se obstinan en dar con el hueso, que es al límite animal, el final de la sensible carne. A los muertos que tenemos les debemos la vida que tuvimos, la que nos quede. Los vivos somos unos privilegiados, se mire como se mire: da igual que la tragedia ronde sin que se la invite o que haya días tristes o huecos o grises para los que no disponemos de herramientas que los arrimen a la luz y al color noble y limpio de la alegría. Hay una edad en la que maniobra a su antojo en la cabeza ese apesadumbrarse terco que se parece a la desgana o a la indiferencia. No creo que haya alguna edad en la que estemos libres de su influjo, salvo la espléndida niñez, que es un desentenderse de cualquier circunstancia que arruine el fluir del juego, su niebla aplazada, su pequeño paraíso sobrenatural. 

Se quiere casi siempre tener menos edad de la que se tiene. Uno anhela no pensar, no ceder al cómputo invisible de los días, a la constatación de la cercanía inapelable de la noche. La relación con el tiempo es complicada. Contaba mi amigo J.M. que para él vivir bien consistía en no meterse el dedo en el ojo más de lo soportable. Porque aseguraba que tendía a hacerlo, a su desgracia. Hay días que duele el cuerpo o duele el alma, pero esas inconveniencias no incumbe al tiempo mismo: le imputamos crímenes que no son fáciles de demostrar que cometiera. Apelamos a la nostalgia, la invitamos a que nos abrace y alivie, pero el pasado es una bruma, otra niebla, y tampoco es fácil manejarse en ella. La memoria es el saco de boxeo en donde el tiempo se deja lastimar: la golpeamos, pretendemos hacerle ver que fue ella la que nos lastimó, pero ninguno de los golpes que aplicamos hace que su piel exhiba alguna herida. En ocasiones, vemos a ancianos hablar con niños. Son curiosas esas conversaciones, todos hemos escuchado las suficientes. Se les entiende todo lo que dicen, pero solo ellos (ancianos y niños) están autorizados a comprender el significado completo, esa didáctica del tiempo, ese contar de su paso. 

El otro día vi al viejito muy viejito soltar una prenda aforística al joven que le escuchaba: "Todo lo que hay en esta vida es no pensar en que se va a acabar muriendo uno". Así o de parecida manera lo diría. No registré las palabras exactas, no quise o no pude. Desde entonces no dejo de pensar en las personas mayores. Cuando me topo con ellas en la calle, caigo en la cuenta de que no falta mucho para que yo mismo me ponga a hablar con niños (lo hago a diario desde hace treinta y pico años en la escuela) y les advierta o les ilustre (ningún verbo sabrá contener lo que de verdad querría hacer al hablarles) o para que inadvertidamente suelte alguna frase precisa, sentenciosa, de esas que no están destinadas a ser escritas y más tarde leídas, sino escuchadas, abandonadas en el aire y perdidas con posterioridad probablemente en él. No sabemos nada de lo que es el tiempo. Tal vez sea la única cosa que el hombre, en su afán por entenderse, ha acotado enteramente. Toda la filosofía es una tentativa de darle un sentido. Todas las novelas son novelas que hablan del tiempo. Todas las palabras que decimos se empeñan, aunque no tengamos conciencia de esa voluntad, en respetar el antes, el ahora, el después. Este mismo texto que acabo de escribir (ya debo dejarlo, debo atender a la rutina de la mañana y salir pronto de casa) se me antoja que no dice nada o que lo que dice ya ha sido dicho antes por mí, por otros, por todos. Le estamos dando vueltas a la pieza de fruta (el tiempo es carnal, es sabroso, es puro) sin saber el porqué del hambre. Y la rueda del niño gira mientras el niño ignora que está girando. 



29.1.25

Dietario 21 / Navegar de nuevo

 Siempre conmueven las sabidurías menudas, ese saber sin alarde que sentencia con humildad y hasta casi desafecto. Ayer noche escuché a un viejito muy viejito decir que todo lo que hay en esta vida es no pensar en que se va a acabar muriendo uno. Era esa la idea, no las palabras. Me hizo volverme, ver a quién se lo decía, si la conversación tenía continuación o era una de esas cosas que, al decirse, impiden que alguien pueda responder, rebatir, asentir, extenderse en cualquier consideración espuria. No hubo más, se desvaneció el milagro de las palabras. El viejito muy viejito se metió en su casa y el hombre con quien hablaba sacó el móvil y marcó un número. Recordé algo sobre no hacer caso al que, sin razón, mientras lo navega, se queja del mar que se le ha concedido navegar de nuevo  

 

28.1.25

La versión de Judas / Diez cuentos clásicos de Manuel Moyano

 


Asombro, gratitud. Hacer verosímil lo prodigioso, conferir a lo extraordinario una veracidad.. Tal vez únicamente debamos reclamar eso de la lectura: el avituallarnos de algo parecido a la realidad, aunque el anhelo invocado pueda ser apartarnos de ella, conducirnos por un margen suyo, hacernos depositarios de un secreto o de una plegaria. Leer debe ser una invitación a cuestionarnos esa realidad, una pesquisa sobre lo que no podría inferirse de la mera observación de sus manifestaciones sensibles. Hay lecturas que apasionan porque gratifican al lector con revelaciones que no podrían adquirir sin el concurso de la escritura ajena. Hay lecturas que superan a la vida que contienen. Hay libros que nos reconcilian con nosotros mismos, con el placer de que nos cuenten historias, con la circunstancia de que las historias nos alimenten. Se leen con una gratitud infinita. Conforme los cruzamos (los libros son una tierra que se pisa o un mar que se navega o un cielo en el que volamos) percibimos la restitución limpia de un milagro inmediato: el de la armonía o el de la plenitud. Lo maravilloso también es que uno vaya de un milagro a otro: no hay una tierra, ni un mar, ni un cielo, sino muchas tierras, muchos mares, muchos cielos. Una biblioteca es lo más parecido a un vientre de mujer que acabe de ser bendecido por el prodigio de una nueva vida. En esa estancia todo está por suceder. Un cuento está siempre recién echado a andar. Saber cómo transcurre no garantiza que sepamos cómo transcurrirá cuando nuevamente nos concedamos la voluntad de volverlo a leer. Por eso he leído estos diez cuentos de Manuel Moyano dos veces. En la primera lectura ya hubo asombro y hubo gratitud. La segunda trajo una emoción distinta: se me antojaron nuevos, creí ver lo que no el hallazgo primero no supe. Más que escritos, están trenzados; más que trenzados, alumbrados. Dice el autor que espera que guarden "un cierto parentesco estilístico", puesto que entre la escritura del más antiguo y del más reciente han pasado casi veinticinco años. El tiempo es lo de menos. Podrían haber sido escritos uno tras otro, iluminada la mano que los vuelca, quién no diría que fuese así. Lo del estilo es anecdótico, cosa de sesudos críticos literarios, que ven lo que algunos lectores no atisbamos siquiera. Sucedió que de pronto me creí estar leyendo por primera vez. Fue curiosa esa sensación. Moyano, el primer escritor; un servidor, el primer lector. Adánicos los dos. 

Contar un cuento, saber contar un cuento. Para contar un cuento hay que ser un excelente lector de cuentos. La versión de Judas es el libro de cuentos de un lector, uno exigente, hecho a leer con gratitud también, imagino. Manuel Moyano narra con ese vicio adquirido de querer saber y de que las historias lo colmen. Todo en estas historias, sin abonarse al realismo mágico, extraen de él la parte en la que lo narrado tiene una contención entusiasta, permitidme al oxímoron, una especie de alegría respetuosa con lo cotidiano y, al tiempo, alborozada (y nosotros, leyendo, por añadidura) con el concurso (legítimo, sin alharacas) de lo fantástico. 

El triunfo de la imaginación. Moyano celebra la imaginación en cada uno de estos cuentos. También el humor, que se sirve con inteligencia, sin que ese barniz contamine la superficie a veces áspera de lo contado. Si tuviera que elegir una palabra que compendiara cualquiera con la que pretendiese glosar esta lectura sería pulcritud. Es un término poco prestigiado en la literatura contemporánea, en ocasiones más preocupada por la innovación o por la reformulación del canon clásico o por su determinativa supresión. Qué metodismo, qué absoluto control de todos los elementos que se precisan para contar una historia. Más que la naturaleza del relato, su trama precisa, lo que Moyano hace con más oficio es el mantenimiento constante de un respeto a la escritura. Es toda ella tributaria de toda la gran literatura de la que el autor debió abastecerse para que irrumpiera la suya propia. Por eso es un libro de un lector. Uno podría enumerar referentes, patrones, autores clásicos que han modelado al autor actual: Borges en El libro de modo absoluto y, menos explícitamente, en La versión de Judas o en La ciudad soñada, Lovecraft en La casa de la calle Ulloa, Poe entreverado en partes de muchos cuentos y de forma bien visible en algunos de ellos, Cervantes en El orgullo de Riopanza, Conrad en Fragmento de un diario, que recuerde ahora.

Los escenarios. La versión de Judas no es un libro de cuentos que tenga un hilo común, no es algo que se requiera ni apreciara en este caso. Son historias que funcionan solas, no hay que buscar que unas comparezcan en otras o que una especie de sustancia invisible las conglomere y haga de ellas algo que pudiera entenderse unitariamente. Las cruza el gusto por un esmero léxico, por una tensión dramática que, en unos cuentos más que en otros, desemboca en un desenlace que cierra y no cierra la trama. Los buenos cuentos no deben acabarse nunca. El hecho de que den un final no es fiable. A mí, al ver un perro desamparado en la calle, me viene La casa de la calle Ulloa, y ni le presto atención al chucho. No he montado en tren desde que acabé la lectura, pero no dejaré de mirar la máquina y el vagón de cola (La bufanda roja). El itinerario lector surca un mapa felizmente caótico: un tren infinito que recorre Castilla (La bufanda roja), despachos gubernamentales con funcionarios imbéciles (Así murió Mamadou) o una finca abandonada en la que algo tenebroso aguarda (La casa de la calle Ulloa). 

Los cuentos

Así murió Mamadou

Todas las guerras son surrealistas, ridículas, esperpénticas, pero algunas lo son de un modo absoluto. La enseñanza de este cuento (no la busque, no se precisa, aunque la hay) es la comicidad con la que se inician las beligerancias entre los países. Arguyen razones bastardas sin excepción, pero basta indagar para descubrir que todas esas guerras son risibles, permitidme la frivolidad. El desgraciado protagonista de esta solo ocupa unas líneas al inicio (donde se da cuenta de que fue la única baja de ese conflicto, demos gracias a Dios) y una sola, que da título al conjunto, cuando la trama se cierra. La intendencia del planisferio celeste pone en guardia a las naciones, ansiosas por no perder la oportunidad de rubricar en el mapa del cielo la propiedad de sus ochenta y ocho constelaciones reconocidas. En esa lid etérea y amamarrachada, aquí me otorgo otra licencia, surgen facciones terroristas (la del Cielo Ecuánime o Equitativa, radicada en Yemen) y oficinas internacionales hechas a bregar con la estulticia del hombre. Se alegra uno de que las rivalidades aquí citadas se desvanezcan y tan solo diesen un triste finado como parte de bajas. 

 La bufanda roja

He aquí la versión castellana del barco fantasma, reconvenido aquí en tren y en historia de terror metafísico. El que se arroga la primera e inquietante primera persona para narrar es un individuo que viaja a cuenta de su empresa por la anchurosa Castilla y debe abandonar su coche y coger un tren para llegar a su destino. Habrá quien la lectura de este cuento le lleve a la letra de una canción de los setenta, el Hotel California de los Eagles. La diferencia consiste en que la prisión se mueve y los fantasmas declinan ofrecer alguna información sobre la naturaleza del ensalmo.No sabremos nada de la niña con la bufanda roja con la que el atribulado viajero se quiso valer para dar un sentido al absurdo. Entra en lo razonable que todavía ande por los vagones, desconcertando a ingenuos, reclutando lunáticos. 

 La ciudad soñada

Antes de ser un dios, Kurtz fue un coronel al servicio del presidente Lyndon B. Johnson. Antes de que enloqueciera, el Mekong era un río, no el Aqueronte hocicando en el infierno. En La ciudad soñada leemos que Kurtz fue un hijo obediente al que el padre ciego  adiestró en acrobacias y malabarismos y que recorrían juntos el vasto mundo contando historias sobre "tiempos en que aún vivían gigantes. La escudilla nunca era pobre, ni el ánimo flaqueaba, pero era otro el propósito al que el viejo consagraba sus días ambulantes y austeros. A cada ciudad a la que llegaban, el viejo ciego preguntaba a Tebaldo, cómo eran las casas, si las prestigiaba el mármol y eran altos los minaretes. 

 La casa de la calle Ulloa

O de cómo un perro, uno cualquiera, el más menesteroso y frágil, puede atribuirse la comisión absoluta del miedo y conducir a quien ha mirado con ternura su desamparo a la mismísima mansión de todos los terrores, el lugar en el que moran las tinieblas, el brocal del pozo de la sangre, postrándolo ante una estatua pequeña de bronce que representa una deidad con tentáculos en la cabeza. A Lovecraft le saldría la bilis necrológica a la primera frase, invocaría a todos los dioses primordiales y la hoja en blanco se pudriría en ese instante, comida por la hedionda marca de todo lo insalubre, pero Moyano hace que su historia, igual de tenebrista, discurra por senderos menos trágicos. Lo que hay al final del paseo con el chucho es harina (iba a escribir sangre) de otro costal. 

El libro

No hay relato que un servidor haya leído recientemente que no me haya hecho sentir con más agradecido fervor que mi buen Borges dejó una escuela de acólitos felices por continuar la escritura de sus laberintos y de sus espejos, de sus libros infinitos y de sus hombres inmortales. Lo que se resuelve aquí (no estoy seguro de que nada termine por resolverse) es la sublimación del hecho literario, vuelvo a pedir que se me conceda esta vehemencia que no debería ser únicamente mía. La forja de un cuento como El libro precisa haberse metido en la cabeza de Borges y haber intimado con sus fantasmas, alguno habrá por ahí, remoloneando, buscando con qué entretener el silencio de la muerte, tan grosera. Porque Borges (no sé si decir Moyano) no ha dejado de escribir desde que la tierra lo acogiera en su postrera Ginebra un catorce de junio de hará pronto cuarenta años. Qué serán cuarenta años, qué importará el infinito futuro si perdimos el infinito pasado (perdónenme, me estoy entusiasmando). El libro es el cuento en el que están todos los cuentos, el minucioso catálogo de todo lo que fue, lo que es, quién dirá que no estará también lo por venir. Registrará cada pulso secreto de cada criatura que habite este universo caótico. Viene a la cabeza Funés el memorioso, con su cara "aindiada y singularmente remota, detrás del cigarrillo", también "un Zarathustra cimarrón y vernáculo". Era el depositario de todas las cosas que sucedieron desde que abriera sus ojos y las custodiaba con pavor mitológico. Tendría Funés más recuerdos "que los que hayan tenido todos los hombres desde que el mundo es mundo", cito yo con mi débil memoria. Pues el Libro del cuento de Moyano tiene a un humilde Funés que ambiciona registrar en sus páginas todos los acontecimientos con todos los pormenores que los cruzan y convierten en algo único, aunque sepamos que los acabará sepultando el olvido, que es una forma de la eternidad. El Poeta que protagoniza la historia se propone escribir "un libro que recogiera minuciosamente cada nombre, cada gesto, cada mirada". Será un volumen sagrado, lo custodiarán en un templo, será adorado, será temido. Con asombro, con gratitud (así empecé este escrito), el lector descubre que el final del cuento (no avanzaré que esperado y trágico a partes iguales) está manuscrito en la última página de ese libro y que el escritor (el Poeta, Funés, Borges, Moyano) sabía qué le estaba esperando, cuál sería el modo en que su vida sería cercenada. Y comienza la narración con la conjetura de que el Libro "nunca llegó a desaparecer y que, por tanto, aún sigue coexistiendo con nosotros en algún punto del universo". Ahí estaremos tú, que lees, y yo, que escribo. No lo malograría el fuego, seguiría enumerando con estajanovista ardor "el canto de los pájaros, el sabor de la fruta madura, el olor del bosque después de la lluvia". Se arracimarían en furiosa coyunda lo irrelevante con lo trascendente, sin que ninguna circunstancia, por insignificante o extraordinaria que fuese, quedase cumplidamente registrada. Podría pensarse (déjenme que me explaye) que el mismo mundo es el Libro. El imposible cofre que lo contenía sería del tamaño del universo. No habría manos que lo descerrajasen, ni voluntad que lo entendiese. 

 Dualde y compañía

No sabemos cuántas voces tenemos en la cabeza. Hay cientos de historias que codician dar con ellas, rendirlas, exponerlas al escrutinio público. Quien las tiene, las más de las veces, gobierna cuándo han de irrumpir, cuándo callarse. Esa intención censora no siempre es exitosa. De ahí que no pidan permiso y digan lo que no deben y nos pongan en evidencia. Nuestro Dualde tiene solo una. Se llama Penélope. Es castradora y crea mal ambiente en el bloque del Eixample barcelonés en donde se la escucha. Porque no sabemos cómo es Penélope. La realidad, sostiene el narrador, es atroz. La ficción es una párvula discípula. Esta es la historia de una familia peculiar y de alguien que se encomienda descubrir sus secretos. Quién no ha puesto la oreja en la pared por escuchar lo que dicen sus vecinos, pero hay vecinos que no son de este mundo, o quizá lo sean de un modo absolutamente natural y nuestra cordura no soporta que esa realidad sea así de desquiciada. 

Páginas inmortales

La literatura es un oficio trágico, se mire como se mire. Los que nos afanamos por parecer escritores sabemos que conlleva una serie de sacrificios de los que no siempre salimos airosos. El caso de Azucena Espriu es el de muchos escritores que triunfan bastardamente, sin que el éxito que han logrado les permite alardear de él, exhibir los trofeos, los galardones, morirse de fama. Eso bien lo sabe Estanislao Garcerán, lector sin traductor del mejor Carlyle, dilecto aficionado de las sinfonías de Brahms y, para su desgracia, escritorcillo ninguneado, aunque sus obras merecieran el oro del parnaso y los vítores de los más exigentes académicos. Que Estanislao cree a Azucena es consecuencia de la podredumbre de la casta de los elegidos por la gloria literaria. Al final, los dos ya solos en su piso humilde, se produce el acto con el que universo premia a sus más nobles criaturas: las envuelve en un halo de misterio, las difumina, las invita a que dejen las miserias de este mundo y paseen en paz el dulce sendero de la fama eterna. Páginas inmortales es un cuento que habría encantado a Oscar Wilde. No habla del tiempo y de sus fauces, sino de la dignidad y de sus lobos. 

Fragmento de un diario

Hay muchas formas de que un cuento sea muchos cuentos, de que un personaje sea todos los personajes, de que una selva sea todas las selvas. La de Fragmento de un diario es la que pensó Conrad en su El corazón de las tinieblas y es la que Coppola, agradecido por la historia, plasmó con igual maestría que el escritor inglés (y polaco) en la imponente Apocalypse Now. No es de extrañar que encontremos por segunda vez al semidiós Kurtz, que aquí no ejerce de reyezuelo ni somete a sus acólitos a ninguna fantasmagoría tribal: es un sencillo hombre el que se adentra en la espesura, dará igual qué propósito le guía, y encuentra algo que lo perturba. El dribbling, la finta con la que el jugador deja atrás a sus contrincantes, no olvidemos que la literatura es un engaño, hace que la narración colonial prescinda del Nostromo, del comerciante al que ansía encontrar Marlow, del temblor mágico de la aventura, que la hay y está magníficamente contada: lo que espera al paciente lector es una revelación colosal, inesperada, digna de una imaginación en estado de gracia. Alguien ha cruzado un umbral, alguien ha caído de las estrellas, o será de la incorpórea imponencia del tiempo. Welles habría aplaudido ese final. Es más suyo que de nadie. 

El orgullo de Riopanza

Vuelve aquí Moyano a un tema que debe adorar: la vida privada de los escritores, su ansia de perdurar, su secreto (público, idílicamente) matrimonio con sus invisibles lectores. El orgullo de Riopanza es Benito Hermosilla, uno de esos escritores - un erudito, una enciclopedia con patas, un animal de biblioteca - que no han venido a menos, sino que nunca han estado en ninguna posición cenital desde la que observar el mundo y ser observado por él, un discurridor de sucesos al servicio de su pueblo. Interrogador de legajos, cronista de una olvidada villa de provincias a la que se consagra su entera existencia, nuestro protagonista es cualquier cosa menos un hombre aburrido. Su ocio lo ocupa la literatura, la rendición de una obra por la que ser recordado por sus convecinos (es un pueblo pequeño, hemos dicho) o por los extraños. Se embarca en empresas imprudentes o directamente irrelevantes, pero su ánimo es inventariar (estará bien ese verbo democrático) la intrahistoria, la historia y la suprahistoria de su localidad, a la que concede la más alta de las consideraciones morales y espirituales y de la que se declara unilateralmente notario de sus miserias y de sus glorias. Ese consignar "con minuciosidad de insecto" los avatares del terruño no es asequible a cualquier espíritu pusilánime: él se las ingenia para que nada relevante sea echado en falta cuando alguien haga escrutinio de esa rendición de causas y de azares. Y así Hermosilla hace acta del paso de los primeros homínidos por su pueblo, de etimologías venidas del griego o del latín para sustentar tal o cual incontrovertible refutación de la historia tal y como se nos había contado hasta ahora, promoviendo la especie de que los descendientes de la Atlántida (¿existió?) hubiesen recalado en su localidad y todos los riopanceños fuesen descendientes de esa alcurnia mitológica. No habría circunstancia que no mereciese ser vertida en su bizarro ejercicio notarial. Se hace constar en el cuento del cuento de Hermosilla (toda la historia es un relato que excede el concepto de novela, aunque comparte con ella su recado narrativo) que el buen hombre no fue demasiado escuchado por sus perplejos contemporáneos. Que su más que magna obra (la Historia universal de la villa de Riopanza, con sus tres inconcebibles volúmenes) languidece por aquí y por allá y que tan solo el polvo se ha declarado lector entusiasta de sus manifiestos. 

 La versión de Judas

Nada más empezar este cuento a uno se le cruza la cara de Humphrey Bogart en El sueño eterno o en cualquiera de esas películas de detectives a los que una dama les requiere sus servicios por alguna infidelidad del marido que le reporte pingües beneficios y permita dedicarse a proyectos más licenciosos, liberada del yugo conyugal y bien contenta de cuartos. Lo que la señora solicita es cumplidamente satisfecho, pero el sabueso sigue el olor de la carne e intuye que hay algo más en las escaramuzas clandestinas de su investigado. Moyano se convierte en Chandler o en Hammett, pero en el fondo es Chesterton el que sale a la luz o de nuevo el mismísimo Borges o hasta un Vázquez Montalbán al que le haya entrado el gusanillo de las pesquisas metafísicas. Porque en La versión de Judas hay una relectura de los evangelios, una constatación brutal de que habría llegado el día en que todo volvería a suceder o el día en que supiéramos que todo lo que sabíamos no era como nos lo contaron o el día en que los cimientos de la sociedad tal y como la conocemos comenzarían a resquebrajarse. El Judas aquí traído es cartesiano, no le mueve únicamente el tintineo de las monedas de plata en la faltriquera: es su vivo interés en saber, su profesionalidad. Que sea o no sea un traidor, lo decidirá el lector. 

Adenda

El talento del escritor no cunde si no hay otro talento detrás que lo espolee y rubrique. De ahí que uno aplauda a Talentura, que hace cosas muy bonitas y publica libros de escritores muy buenos. No porque algunos supieran eso debiera comedirse uno en la alabanza al trabajo bien hecho. Tampoco porque gente a la que aprecio mucho editen o hayan editado en ella (Juan Herrezuelo -mi primera Talentura fue-, Raúl Ariza, Trifón Abad, Salva Robles). Falta que La versión de Judas se lleve el Premio Andalucía de la Crítica, al que opta en este año. Sería festejado por muchos de los que hemos leído el libro dando palmas con los ojos. 






27.1.25

Historietas de Sócrates y Mochuelo / 26


A Mochuelo las moscas cuando zumban le parece que hablaran. Cree escucharlas inquietando la paz que ha encontrado al ausentarse Sócrates. Cree también que podrá hacer que el vuelo grosero no le incomode y la criatura considere llevar su música a otra parte, pero cuando ese anhelo se ha logrado, sin que él contribuya a su logro, por mera injerencia del azar, Mochuelo se queda solo. Podéis ver que ha cerrado los ojos. En última viñeta no hay mosca, ni Mochuelo, ni Sócrates. 


Continuará. 


Dietario 22 / Elogio narrativo del bodegón

 


Francisco de Zurbarán (1598-1664). Bodegón con cacharros. Circa 1650. Óleo sobre lienzo. 46 cm x 84 cm. Museo del Prado.

A los bodegones se les llama  naturalezas muertas. Por lo general, contienen vasijas, jarrones, utensilios de cocina, hasta crucifijos o piezas de carne cruda, aparte de la rendición de las clásicas frutas. El fondo negro da a las formas una consistencia que excede la generosidad del lienzo. A pesar de esa pulcritud expositiva, de ser contenidos, de no exhibir otro entusiasmo que el sencillo procurado por la disciplina de los objetos, por la quietud inquietante de su permanencia sin motivo, hay tanto que encontrar en los bodegones. Siempre me pregunté el propósito de hacer que todas esas piezas se junten. Descreo de la armonía que dicen los que entienden de pintura que muestran. No encuentro un propósito moral o una alegoría sobre algo. Y, sin embargo, miro los bodegones con reverencia. Indago en su sobriedad costumbrista, prefiguro al pintor ocupado en mover los objetos hasta que una de las posibilidades lo satisface y acomete la restitución de lo que ha decidido ver. Porque hay una voluntad previa que no sabría explicar ni él mismo, si se le requiriera dar cuentas de ella, justificar por qué sancionar o privilegiar esos objetos. También escribir es un ejercicio de falsa contención. Me imagino que lo único que hacemos los que escribimos es pintar bodegones. Elegimos las piezas, las colocamos donde nos parece, censuramos unas, aplazamos o primamos otras, acordamos un patrón o lo rechazamos. Y el negro de fondo y la luz escogida. Como las personas del verbo. Como el numen ajeno. 

26.1.25

Historietas de Sócrates y Mochuelo / 25


 El que escucha a quien construye deviene constructor y al que lee, lector. Quien habla de sus penurias y enfermedades hace que penemos y enfermemos, quien de su amor infinito por su amada que la amemos con infinito amor. Del virtuoso adquirimos la virtud y el que delinque desgracia nuestra moral y nos arrima al delito. Sería un diálogo aporético el empecinado en dar con la manera en que no somos invariablemente el mismo y mudamos en otros si nos exponemos a ellos. Se duda para que no cese el flujo de preguntas. Ellas nos dibujan, trazan lo que quiera que sea que seamos. De ahí que el yo que hoy creo ser no induzca a pensar que pueda desvanecerse mañana o que el que fui hace años ni remotamente se parezca al que ahora escribe en su ordenador mientras afuera el día es gris y llueve sin entusiasmo. Con todo, no es válida la reflexión: a la vez que nunca seré cabalmente el que soy, debo ser sin interrupción los que abandoné o los que me abandonaron. Lo que decimos es ventricular, parece haber sido dicho por otro. Todo es un palimpsesto. Se codicia ser uno mismo, pero esa voluntad anda siempre a la rastra, herida, consciente de que lo único que se posee es el evanescente ahora. Somos el primer hombre que vio su rostro en el agua y el que ayer volvió a beber tras años sobrio. Interrogamos nuestra imagen en el ansioso espejo (Borges dixit) para consternarnos o para esperanzarnos. No hay nadie fiable al que miremos y, al tiempo, sabemos escudriñar la cara que nos ofrenda y dar con la del niño antiguo y olvidado y con la del adolescente desafiante. Todas las caras pretéritas, todos los gestos perdidos, están en la cara última, la recién estrenada, de la que tampoco sabemos mucho, únicamente lo que nos dicen, tan solo una impresión de alguien que tampoco conoce la suya. 





25.1.25

Historietas de Sócrates y Mochuelo / 24


 Sócrates no es Edipo, no da con la respuesta que la esfinge del león alado le requiere para entrar en Tebas. Los acertijos eran cantados, pero la dulzura de la voz anticipaba la fiereza del animal si el preguntado marraba en su solución. Mochuelo mira con perplejidad a su sagaz amigo. Sospecha que ha preferido dárselas de ignorante, no incurrir en el error y despertar la ira del monstruo. No saber a veces nos precave de la tragedia, pudiera pensarse. Saber más de la cuenta no siempre garantiza una vida apacible y segura. He aquí la enseñanza del sabio: comídete si la moderación puede hacerte atreverte más tarde, no cometas la imprudencia de dártelas de marisabidillo cuando algo que no obedece a la razón te pone en jaque. Con lo fácil que hubiera sido decir: es el hombre, es el hombre. Pero hay enigmas que nos pillan con el pie cambiado y la argucia y la sapiencia no dan con la respuesta. Tenemos Sócrates para un par de viñetas más, al menos por este año. Agradecemos la benevolencia del ilustrador, no entrará en sus planes sacrificar a nuestro pequeño héroe barbudo. 

Dietario 21 / Los porqués

El bosque no tiene un porqué. Tampoco esta ventana desde la que veo el patio y el cielo lento y gris de esta mañana de sábado en la que llueve sin entusiasmo y unas gallinas del corral vecino debaten la bondad de la mañana. Los porqués nos tienen más ocupados de la cuenta. Se les ha encomendado decir lo que tal vez no deban. Saber arruina sentir, conocer es olvidar. Solo cuenta lo que todavía respira, el misterio hondo con su cuenta de milagros. La poesía es la verdadera ciencia del futuro. Explicará lo que la razón no alcanza. Entender algo hace que lo olvidemos. Solo es nuestro lo que perdimos, escribió mi buen Borges. Yo, tan de perder las cosas, no las acabo de perder nunca. Ahora me acuerdo de amigos que perdí y los siento cerca. Da igual que no nos veamos con la frecuencia de antes. Qué más dará el porqué. Saber que se tienen, sentir que nos esperan. 

24.1.25

Pedigüeñerías


La i con su punto coronada, la requeridora diéresis, la castiza virgulilla y la enfática tilde rara vez comparecen juntas en una palabra. Ayer las vi en "pedigüeñería" y caí en la cuenta de la paradoja que exhibe al ser la menos pedigüeña de todas ellas. Compendia ese sustantivo la riqueza de nuestro boscoso idioma, su esplendor ortotipográfico, al menos. Y ya puesto uno a pensar en el verbo que la crea, más por entretener la cabeza que por resolver algo de importancia, pensé también en si yo soy de pedir o de dar. Convine, sin excesiva certeza, que me agrada más dar. El hecho de escribir lo corrobora. El escritor es un dadivoso. Agrego que, en mi caso, empedernido. Diríase enfermedad lo que posiblemente me haga no pasar un día sin sentir el temblor blanco, ese instante en que te conminas a poner una palabra detrás de otra con novicio entusiasmo. El acto de dar en ese ciego teatro requiere un lector, que vendría a ser un pedigüeño al que de pronto se le pone una moneda en la mano. Cuenta quien la deposite que la generosidad sea baldía y la moneda no alcance las expectativas del improvisado solicitante. Que ni siquiera el que la da confíe en que algo bueno o hermoso o noble suceda al cumplirse la lectura. 


Se urge el ánimo a pedir cuando apremia la necesidad o el capricho, tan obstinado, aprieta. Se pide por tener o por saber y también por comprobar que se nos ha escuchado y consentido la concesión de nuestro deseo. 


El pedigüeño puede hasta desconocer su condición y proceder con desparpajo inocente al requerir de los otros algo de lo que carece. Se envenena la petición cuando hay súplica, ruego, mendicidad. 


Hay pobres solemnes que piden antes de abrir la boca, pero pobres somos todos. Lo somos con arrobo y orgullo a veces. Se pide para que la esperanza comparezca y haga su trabajo de futuro. Se pide por saber si merecemos lo que quiera que anhelemos. 


Escribir queda en una especie de pedigüeñería. Hablar es escribir en el aire. Escribimos para que se nos lea. Hablamos para que se nos escuche. Cualquier otra consideración, la que se discurra, alguna que oportunamente permita contrariar la aquí aportada, no dejará de ser una extensión discursiva, convocada para disuadir al silencio, que es un temblor blanco también y nos hiere si se empeña. 



 

Dietario 20 / IA

 Hoy me siento autocomplaciente y atrevido. He seleccionado algunos de mis mejores poemas y los he sometido al escrutinio de la IA. Le pedí que eligiera el más lírico, el que más pudiera conmover al lector novicio y al avezado. Tardó menos de lo que me ocupa a mí buscar el botón con el que encender el ordenador para hacerme ver que todos esos poemas eran de una gran factura. No sé si decía factura o fractura. Estoy por abrir el historial de la aplicación y dar con el comentario exacto, pero no me atrevo. No vaya a ser que me esté esperando y diga algo que me soliviante y arruine las ganas de dormir que me acaban de entrar. La IA no tiene ni idea del día que he tenido. Ha sido un no parar. Mañana le voy a pedir que me recomiende alguna manera para que el trasiego de mi vigilia no arriesgue la visita del sueño. Esto no ha hecho nada más que empezar. Qué frío va a ser el futuro. Buenas noches. Me acuesto.

Historietas de Sócrates y Mochuelo / 23

 


Habrá personas que tengan una destilación alta y embriaguen a quienes los tratan. Conoceremos a alguno. De nosotros se podría decir que somos uno de ellos. No se tendrá tal vez conciencia de esa circunstancia o la manejaremos con voluntad y sepamos qué grado de etilidad daremos si se nos escucha más de lo debido. La templanza del sobrio Mochuelo elude trincar el vaso que la jarana de Sócrates le ofrece. El problema será la facundia ajena, el palique, la labia, esa incontinencia que hasta podrá fijarse en añadas y que parece provenir de un alambique loco. Cabe precaverse, pedir asilo en el silencio, no exponerse en demasía a su verborrea, aunque sea honda y la pronuncie un sabio. 

Historietas de Sócrates y Mochuelo / 22




La chanza y la malicia van a veces juntas. Una se vale de la otra para dar más crudo empaque al mensaje. Por desgracia, la virtud no se deja tocar por el humor. Hay un inicial rechazo del que Eco dio cuenta en El nombre de la rosa satisfactoriamente. 


Pessoa dice del pez y de Oscar Wilde que por la boca mueren los dos. 


La virtud es un negocio interesado. Quien la pronuncia con más ardor suele ser quien la desacata con más vehemencia. Se dice esto y lo otro y se esgrime la oratoria cabal para convencer a los demás o para darse convencimiento uno, pero el dicho está lejos del trecho o, expresado (iba a escribir dicho) de otro modo, el caminante desobedece al camino. 


Igual que las hojas en otoño, por más que el árbol las retenga, acaban indisciplinándose, burlonamente cayendo, la virtud suele hacerse acompañar por frutos insumisos que, a la primera de cambio, se sublevan, se desmandan, aplauden el desacato, se desean liberadas del término medio y del superior y del inferior y de cualquier ángulo que se ofrezca para acogerlo. 


Bla bla bla. Hablar es gratis. Escuchar, sin embargo, cuesta, duele. Y Mochuelo está escarmentado, ha escuchado mucho, ha visto mucho: prefiere cierto recato, no desmandarse, no presumir de nada, dejarse ir, seguir aprendiendo (tal vez) o dar a su compañero un consejo sincero o una advertencia rigurosa. Porque no hay nada virtuoso en la medianía. Búsquese en los excesos o en la parvedad esa restitución de lo bondadoso o de lo honesto o de lo íntegro o de lo decente o de lo ético. 


Cualquiera de esos atributos del espíritu van y vienen, suben y bajan, se yerguen y se postran, dicen y se desdicen. 


Por la boca mueren el pez y los virtuosos. Ya saben aquello del Evangelio de San Juan (o San Mateo era) de Jesucristo cuando habló del libre de pecado arrojando la primera piedra. 

Dietario 26 / Las palabras

H ay que elegir bien las palabras, acomodarlas, conferirles el aura de afección suficiente para que impregnen otras que les vengan cercanas ...