2.2.25

Una brizna de amor en el mundo



Fotografía: Marina Sogo

 En la Ética de Cicerón se lee que la virtud no es tal si no es ejercida sin interrupción. Que cualquier desatención que se le dé desbarata las atenciones con la que la agasajamos. Que un momento de debilidad malogra una vida de fortaleza. Añadió que debe prevalecer la seguridad sobre el antojo caprichoso. Baudelaire, más licencioso que el filósofo romano, sentenció que no es posible ser sublime incesantemente. Que la virtud es un lastre. Que quienes consagran a su desempeño las más nobles y altas intenciones, más que vivir, malviven. Se me ocurre qué aportaría Bukowski a esta pequeña rendición de sofismas sobre la virtud. Porque no se tiene de ellos la certeza de que sean válidos cartesianamente, aunque den esa robusta apariencia de cosa muy pensada y casi a salvo de la sanción con la que algún discrepante las revocaría. Yo mismo, sin que cunda el ánimo de enmendar la plana a Cicerón, me siento más del lado de Baudelaire, que elogió sin ambages cierta dulce inmoralidad, una sin estridencias malsanas, si se me permite la consideración, convocada para aliviar la intemperie grosera del aburrimiento o, más canónicamente, una hecha a alejar a todos esos melifluos ángeles de la mesura y de la corrección. No se colija de esta confesión mía que me muevo en los suburbios de la maldad, apostado en una esquina a la espera de que cualquier oportunidad me permita desplegar mis artes insanas y abonar mi alma al desasimiento.

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La virtud más extrema mira de reojo al puro vicio.

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Hay virtudes ejercidas con brevedad y elocuencia y también deseos que nos congracian con la dicha. Creo con firmeza en que la justicia, la templanza, la prudencia y la fortaleza, todas ellas virtudes cristianas, harán de nosotros algo mejor de lo que somos, sin que se exija que su concurso fiable nos escolte con ciego oficio y haya alguna oportunidad para descarriarse sin alharacas, de probar lo que no debe probarse, de inclinar el apetito a viandas no recomendables.

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No habrá día o parte de un día en que no seamos justos, ni templados, ni prudentes, ni fuertes. Tampoco alguno en que no se aventure por nuestra imprevisible sangre el loco anhelo de excedernos, de desviarnos, de aplicarnos el veneno tantas veces apartado y ver cómo sienta su desquicio delicioso.

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No hay nada más saludable que perderse adrede y volver más tarde a casa. Los que no dan con ella y siguen deambulando son los que perpetran los males en el mundo. Todos esos bárbaros habituales son los que no han sabido volver a casa. Hay que salir de ella para regresar con más determinativo ahínco.

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Hay quien teme que las tentaciones lo desgracien. Oscar Wilde, otro adalid de la cofradía de Baudelaire, hay cientos, a todos habría que escucharlos, dijo que la mejor forma de librarse de una tentación es caer en ella. De bruces, si se hace falta, podría añadirse.

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La virtud tiene infortunios que la mala intención ignora.

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Tener una virtud es una desavenencia con uno mismo. Por más que nos haga mejores personas no contribuye a que seamos más felices. Es atributo suyo cierta abundancia en el alma, pero no arrima festejos al cuerpo. Al cuerpo se le debe la pleitesía más alta. Es suyo el hospedaje de la armonía, tiene la encomienda de festejar el advenimiento de la felicidad y el rechazo a la grisura del tiempo. Porque el tiempo es cruel y no escucha y hace siempre daño.

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Suele decirse que es virtuoso quien calla cuando no sabe bien qué decir. También debería decirse que es virtuoso el que, sabiendo qué decir, no compromete las posibilidades enormes de dejar a los demás en ascuas.

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En el fondo, la virtud codicia desdecirse. Desea, más que nada, rebatirse, dialogar con el mal, intimar con él, saber que cuando regrese a su centro y a su rutina podrá rebatir a quien diga que no sabe de lo que habla.

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La virtud es la sintaxis del ágrafo.

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El arte es la virtud de la eternidad. El que se consagra a cualquier disciplina artística es un virtuoso de sí mismo. Sería el ejecutante, el instrumento y la melodía, sería el actor, el texto y el público. Sería la completa restitución de todo lo que existe.

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A veces se aprecia con más entera propiedad la virtud cuando la ejercen los otros.

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Me he convencido con los años de que las personas buenas tienen todo el derecho del mundo a ejercer el mal de un modo terapéutico, quizá únicamente por el placer de convencerse (a fuerza de culpa y contrición) de que no hay territorio más hermoso que la bondad y que cualquier extravío de su linde sólo acarreará sufrimiento.  Leído el argumento al revés, interesa escudriñar qué hay de bueno en quienes se aplican al mal y se enseñorean en ese tráfago infame. Todos los criminales tienen un corazoncito, dicen las malas películas. Incluso el desalmado más retorcido, llegado el caso, exhibe maneras visiblemente decorosas y se inviste con los mismos atributos de humanidad que los otros, los buenos, los limpios de corazón y todo eso. Las razones por las que hacemos cosas que no debemos (las del pecado, las del delito) dan más literatura que las razones por las que hacemos lo correcto y ni pecamos ni delinquimos. Al mal se le matrimonia con las virtudes del entretenimiento, aunque duela en el fondo admitir que nos fascina esa desviación, ese apartamiento innoble de las normas y del sentido común.

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En los patios de colegio, los niños buenos se arriman al barullo de las peleas que montan los malos. En las películas de serie negra, el hombre centrado y cabal se malea cuando la mujer fatal le echa el lazo. El gran cine negro es una extensión gloriosa de esa premisa simple. Gana la perdición (precisamente ése es el título de una de las mejores tramas de cine negro que un servidor ha visto). No se sabe bien a qué instrumentos acudir para encauzar el camino al descarriado. Ni los curas de barrio ni los psicólogos dan con la tecla. No sabemos qué pedagogía aplicar. Igual esa fascinación está íntimamente ligada a nuestra naturaleza. Como cuando un animal, según su carácter, aun comido, no deja pasar la oportunidad de morder el cuello de otra pieza, aunque sea para conocer el concepto de postre. Comer sin hambre. Beber sin sed. Herir sin motivo.

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En lo que a uno le concierne, se ha visto asomándose al abismo, mirando con cierto apasionamiento lo que ahí abajo se ofrece. El abismo nos mira cuando lo miramos, recogió Nietzsche. La visión no siempre ha sido rechazable. Lo bueno de pecar es que se queman muchas toxinas, seguro. Lo malo es que luego la conciencia, esa bicha canalla que te visita a poco de conciliar el sueño o en el mismo trasegar del día, entabla contigo un diálogo del que no sale uno indemne casi nunca. A lo mejor el mal al que podemos acercarnos sin culpa, libres y absolutamente entusiasmados, es al que procura la ficción. Muchos de los mejores libros que yo he leído hablan de él. Mi Patricia Highsmith, mi Howard P. Lovecraft, mi Charles Baudelaire, mi William Blake. El tormento del mal se alianza con el gusanillo del vicio. Van los dos en comandita, de parranda, entrando a los tugurios y empinando el codo, mirando el culo de las mozas y vociferando con la sabida vehemencia todas las expresiones soeces. La palabra que mejor expresa todo este tumultuoso argumento es transgredir. Se transgrede para madurar, me dijo una vez (con estas palabras) un buen amigo en una barra de bar, contentos de licores y de cháchara. Malos no somos, debimos decir, pero motivos tenemos para serlo, como dijo Cela en boca de su Pascual Duarte. Mejor es la afirmación escabrosa y llena de picardía de la promiscua Mae West: «Cuando soy buena, soy muy buena; cuando soy mala, soy mejor».

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Hay personas que hacen el bien incluso. Lo aplican con el afán que no ejercen en otros asuntos, y adquieren, en esa disciplina, una suerte de destreza, a veces no volcada en ellos mismos incluso. Algunos se afanan por darlo muy a pecho descubierto, exhibiendo las maneras, haciendo ostentación de los gestos y de las palabras aprendidas. En un hipotético escrutinio, esta rama ocupa una consideración inferior. Por el contrario, en la cúspide, en una idílica cima, figuran los que lo ejercen sin que se aprecie esfuerzo, velada o anónimamente, convencidos de que no hay autor sino virtud, que no se refrenda un nombre sino un acto, como si esa labor insistente y altruista no ofreciese señal alguna con la que estabularla y proporcionarle una marca. Invisibles, dan cuanto pueden, procurando apartarse si se les reclama que luzcan y se muestren, que cunda su ejemplo y se les pueda señalar por la calle. No se tendría que observar que esa inclinación natural a procurar el bienestar ajeno se realice para obtener un beneficio a cambio, eso me parece lo más honrado, lo más correcto también. Se hace el bien y no se espera que nadie nos lo agradezca o devuelva. Hacer el bien y no mirar a quién, decían. Al término del día, quienes así actúan no hacen cuentas de las buenas obras que han hecho, ni de la bondad que hayan podido diseminar. No precisan el recuerdo de su trabajo para conminarse a proseguir en su magisterio y esmerarse en el del día siguiente con más ahínco o más oficio. No buscan aplauso, constancia de que fueron ellos los gestores. No tienen, que yo haya inferido, alguien al que rendir un informe. Ni lo hacen tampoco por Dios, aunque la causa podría ser ésa, eso no altera el plan primero: el de la bondad. Idóneamente, lo hacen sin motivo, no hay (tal vez) ni propósito. Es algo natural. Quienes no profesan una religión no suelen pensar en si agradar o hacer el bien a los otros será también del agrado de la divinidad, aunque entre en lo razonable que lo sea. La excluyen, no dejan que interfiera en su labor, no requieren su presencia en los momentos de incertidumbre. Tampoco ponen al tanto de lo que hacen a quienes tienen más cerca. Los otros, los creyentes, funcionan de otra manera, aunque la empresa sea la misma. Quiero creer eso. Si perciben que su trabajo es demasiado evidente, se aplican en disimularlo. Prefieren, por decirlo de alguna forma, la sombra, el silencio también, y en la sombra y en el silencio progresan hasta que se alojan en la luz y en la palabra.

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He hablado con gente buena, la tengo cerca, he visto cómo actúan, les he expresado mi admiración, les he dicho que yo no podría, que acabaría extenuado o triste o convencido de que no merece la pena ese esfuerzo estajanovista, esa voluntad firme de medrar en la bondad y de no presumir del medro. No desean recompensa, no la buscan, no creen que les haga mejores su cobro. Yo sería (me da por pensar) una especie de obrero de segundo orden. Haría el bien, buscaría con empeño y con entusiasmo el bienestar de los míos y de otros a los que no haría distinción. Se colige que estaría bien que se confortara al bondadoso con la bondad ajena. Sentir la necesidad de que alguien viniese y lo confortase. Querría que uno de ellos se sentase a su vera y dijese todas las palabras que su abatimiento anhela. No creo que esta legión de servidores del bien tenga una cofradía en la que compartir sus andanzas, sus éxitos, también sus fracasos, aunque no dudo de que tienen la facultad de reconocerse entre ellos. Los padres no delegan sus enseñanzas a sus hijos. No es una doctrina que perviva en el tiempo y tenga su épica y su libro de salmos. Insisto en lo fundamental de su anonimato. A veces pienso que si hay una brizna de amor en el mundo es porque ellos se sacrifican para que esa brizna se ice, tome vuelo y luego se esparza como si fuese una semilla. Uno de ellos, un poco a lo loco, sin pensar, me confesó que el mal es fuerte y que a veces se pierden las batallas incluso antes de acometerlas. Me lo refirió ayer a propósito de algo baladí, en apariencia. Me confesó que a veces prospera el desánimo. Que él mismo consideró la posibilidad de retirarse y ser como los otros y hacer el bien de cuando en cuando, no con la fijeza de ahora, con la secreta obstinación de ahora. Todo a lo que me entrego se hace rico, dejándome a mí pobre. Esa cita es de Rilke, el poeta. Se la recité. Hace mucho tiempo que no le veo. En algún momento he creído ser como él, ser uno de ellos, pero me ha vencido la flaqueza, se ha ocupado de hacer que se arrodille ese ansía mía por derrotarla. Soy débil, somos débiles. No tengo muchas virtudes, pero me esmero en ignorarlo. Al final todo queda en amarnos mucho, en permitir que se nos ame, en respirar el amor cuando el amor acude, en cuidar de que no se ausente cuando está a nuestro lado, y caer en la tentación para que la palabra exista.

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Un vicioso es alguien que se ha hecho adicto a sí mismo.

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