Ultramarinos es palabra antigua de la que se tiene un recuerdo sensorial tan pleno que te conforta en momentos de privación y, más dolorosamente, de nostalgia. Echa uno en falta, más que el objeto tangible, la tienda en la que podías comprar casi cualquier vianda, en abigarradla exhibición, la propiedad fonética y semántica del vocablo, su adherencia sentimental. Nos devuelve a la infancia por el olfato, por la destreza en la mirada, que se compone para no dejar nada sin revisar y guardar ociosamente memoria durable de todo. Fascina de ultramarinos su ascendencia exótica, la posibilidad de penetrar en un reino ajeno y disfrutable, de inmediato arraigo. Se apresta en la hermosa sonancia de la palabra el rumor del mar, raíz suya. Viene la imagen de los barcos trayendo producto de ultramar y la ilusión contagiosa de que podemos llevar a casa lo que no es propio de donde se viva, aparte de lo sabido y probado del terruño. Cuente el conocedor que no únicamente podrá adquirir viandas (longanizas, chacinas, queso, encurtidos, surtido de latas, vino, licores, garbanzos, lentejas o habichuelas) sino también ferretería (martillos, clavos, cordelería, puntillas, menaje de cocina, llaves, pequeño electrodoméstico o material eléctrico). En desuso aún, pero vigente, está la entrada colmado o, de mayor olvido, badulaque. Quedan pocos ultramarinos: se ha impuesto el impersonal y globalizado centro comercial o gran supermercado. Es el precio de esta velocidad con la que vivimos. Se pierde el afecto de las cosas y el de las palabras.
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