En contadas ocasiones se tiene la percepción de que algo maravilloso está a punto de suceder. Es esa inminencia del milagro, la posibilidad de que se abra paso la luz e impregne lo que antes era propiedad de la sombra. Cuando ocurre hay que precaverse, anotar los prodigios, tener cuenta cabal de todo cuanto fue arrimado para que la alegría lo inundase todo. Así fue el teatro que hice con mis alumnos de Quinto de Primaria. Nos ocupó muchos recreos y algunas tardes de miércoles y de viernes. Son excepcionales mis alumnos. Lo son porque tienen el entusiasmo y porque lo aplican con entusiasmo también. El idioma de los unicornios, la obra que les escribí, la que nos tuve en danza todos esos meses, es un canto a la fantasía, eso pretende ser. También al placer de ser felices en un mundo en donde todo se tasa, pesa y etiqueta, donde los objetos tienen un precio y donde la imaginación, por más que nos duela a los que la tenemos, sólo irrumpe de vez en cuando, con la necesidad que hay de que irrumpa continuamente y lo vista todo con sus luces y con sus colores. Me queda el orgullo de haber trabajado con ellos. Eran veinte artistas y yo era el encargado de que lo supiesen. Los veinte hicieron lo que pudieron. Fueron brillantes, respestuosos con la responsabilidad del trabajo (eso era también una parte de la misma obra) y no flaquearon casi nunca. Cuando lo hicieron, fue por sentirse abrumados, vencidos por el tamaño del milagro, pero sacaron fuerzas (yo lo vi, yo noté ese ahinco, esa demostración de superación) y la obra tuvo su pequeño hueco en el escenario, en el mundo y en la imaginación de toda los que vienieron a verla. No fueron pocos. Tuvimos siete funciones en dos extenuantes días. Una de las más felices fue la que tuvo de público a sus familias. Hacer teatro en la escuela es una de esas cosas que la justifica, más allá de los compromisos normativos, de las competencias con las que nos encorsetan y de todos esos peajes que los docentes pagamos (con obediencia y con esmero) para que la institución de la enseñanza corra con los tiempos. Quizá debiera ir más al trote o andando, sin que corriésemos tanto. La satisfacción es sacar al alumnado del aula y meterlo en una ficción, en un mundo aparte del mundo, en esa hermosa alucinación colectiva que es el teatro. La mía es haber estado detrás, cuidando de que no desmadeje el ovillo, ni que se descuedre el ancho de campo cuando salen al escenario y lo ocupan con su timidez y con su gallardía, con su miedo y con sus arrebatadas ganas de vivir. Esas ganas las contagian. Yo estoy más vivo desde que acabamos. Les miro por los pasillos con la complicidad del que los ha arrebatado de la realidad y los ha enchufado a la fantasía. Me miran con la cercanía del que sabe que compartimos un secreto. Le debo gratitud a las dos madres (Mamen y Araceli) que echaron muchas manos en la construcción del escenario, a los compañeros y amigos que vinieron a verla, a los que felicitándome a mí expresaban su felicitación al portentoso elenco, la mayoría sin experiencia teatral y al video comunitario del pueblo, que vino a grabarla. La pondrá la televisión local. La guardaremos en la memoria. No se perderán Albertina, ni Margarita, ni Marcelino, ni Fabiola, ni los
espontáneos que se incorporaban a la obra según necesidades del
libreto, ni las dos maestras de ceremonias, ni Rosita, ni Susana, ni
Martínez, que era el cerebro más preparado de Quinto B, ni el ojo de
vaca en un vaso de leche, ni los colmillos de vampiro, ni el unicornio
que sólo podía ser visto si se tenía buen corazón. Creo que lo vimos
todos.
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