24.6.19

Perros que no ladran en un sueño


Alejandro Magno, al acostarse, con temor de que el sueño le privara de las cosas esenciales de la vigilia, ponía una mano fuera del embozo y, dentro de ella, amasaba con esmero una pequeña bola de cobre. Al caer dormido, al abrirse la mano, por el ruido de la bola precipitada al suelo, se despertaba y podía regresar a sus asuntos, todos de mayor importancia que los guardados en el sueño. La posibilidad de que la vida sea tan corta como para que no la distraiga el sueño es antigua. Hay sueños que pueden interferir más en la vida que la propia vida en esos sueños. De hecho, en lo que entiendo, se tienen algunos que rivalizan con ficciones poderosas leídas o vistas en una pantalla a o en trasiegos de la realidad, cosas vividas, episodios que son verídicos y han sucedido en torno nuestra. Algunos manifiestan con más vehemencia sus sueños, los difunden con mayor entusiasmo. Como el que escribe y de pronto se queda en blanco y no sabe por dónde tirar, hay sueños que concluyen de manera abrupta y que no permiten regresar a ellos, moldearlos, darles una especie de oportunidad para que terminen de contar lo empezado. Otros, muy sin embargo, interrumpidos por la injerencia de la realidad (un ruido en la habitación, una urgencia del cuerpo que hay que aliviar) piden a gritos que se les permita el regreso. Es entonces cuando uno desea conciliar el sueño de nuevo. Como el sueño ha estado ahí, tan cerca, acude prontamente. Lo que hago, al emboscarnos otra vez en esa bruma onírica, dejamos que la ensoñación acabe. La historia, la farragosa historia, en casi todos los casos, debe finalizar. Los sueños tienen desenlace, poseen el rigor de la mejor literatura, adquieren la rotunda presencia de una trama novelesca a la que nos entregamos con fruición y de la que no somos capaces de escapar. Se trata de no poner la mano fuera del embozo, bien sujeta la pequeña bola de cobre: por no permitir que caiga y nos despierte y perdamos la información fundamental, la que falta para que podamos recordar, al despertarnos, los caminos que hemos pisado, las vicisitudes que hemos vivido. El mío de anoche contenía palacios, no uno, sino varios, ocupaban todo el paisaje, apenas había distancia entre ellos, como si fuesen casas de esos barrios estándar que se ven en las películas. No sé nada más, no guardo nada más. Tal vez unos perros yendo de aquí para allá, olisqueando unos cajas con basura. No recuerdo que ladraran.

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