Siempre hizo daño la belleza. Hay épocas en que se advierte este hecho de un modo más evidente y otras en que parece que no causa revuelo, ni que hiere, sino más bien todo lo contrario, como si confortase o hasta curase en cierto modo. Quienes la esconden lo hacen porque la temen, saben que no pueden intervenirla, ni recluirla. La belleza se abre paso, no hay otra fuerza con más vehemencia que ella, no existe lugar al que no acceda, ni sensibilidad (por atrofiada que esté) a la que no conmueva. Cada uno tiene su manera de contemplarla, su modo de apropiarse de ella, pero en todo se observa su presencia. Quienes la anhelan, todos los que la propician con lo que hacen o agradecen la que reciben, no escatiman ningún esfuerzo para que les impregne. No hay día en que no la aprecien, por pequeña que sea su traza, por irrelevante que a simple vista parece. Se ha comerciado con ella, se ha privatizado y se ha prostituido. Es la mercancía más valiosa, la que no se devaluará jamás. Lo que sucede en estos tiempos es que no se espolea. No hay que ser culto para aprehenderla o para disfrutarla, no. Basta que se abran lo bastante los sentidos. Lo malo es que esos sentidos, a fuerza de estar continuamente expuestos a lo mediocre, se hayan embastecido, adquirido la tosquedad de la que luego tarda en desprenderse. No ayuda la televisión, no hay casi nada en ella que se esfuerce por hacer espectadores sensibles. Se prefiere lo burdo, se vende mejor la zafiedad, se le da más consistencia a lo obvio. La belleza, cuando no es absolutamente incontrovertible, se presenta con una sutilidad especial. No se es crítico con ella, no la cuestionamos más de lo necesario, quizá un leve parpadeo, una especie de incertidumbre que apenas dura en la cabeza y de la que después no volvemos a saber nada. De la belleza aceptamos lo que impone. Es incluso un asunto personal como ningún otro lo es. La apreciamos en donde nos place hacerlo. No es un canon, no lo es, aunque algunos se obstinen en redactarlo y en decir qué merece ser considerado bello y qué no lo es. Lo incomparable de la belleza es la duración del placer que proporciona; su adicción también. Una vez se ha entrado en ese vértigo suyo, en el de extasiarse en la contemplación de la hermosura, no hay salida posible. Siempre estará ahí alojada, en alguna parta del mapa de las neuronas, pidiendo su ración diaria, engordando y engordándonos, fortaleciéndose y fortaleciéndonos. Hoy mismo, a punto como estoy de salir, la veré sin margen ninguno de duda. Está ahí afuera, expuesta o agazapada, ofrecida sin que se aprecie mucho o absolutamente evidente, sin recortar nada de su presencia. Puede ser una nube o una sonrisa o un solo de guitarra en una pieza musical o una línea en un texto de un libro que leamos o un paisaje lejano que miramos sin exigencias y que inesperadamente nos toca, nos aturde, nos conmueve, nos convierte en espectadores puros, en testigos de un asombro, en custodios de un hechizo. Que el sábado sea hermoso. Que esta noche, a poco de conciliar el sueño, cuando pensemos en cómo fue el día y qué nos deparó, pensemos también en la belleza, en la que vimos, en toda la que pudimos encontrar y reconocer y atesorar. Allá ésos otros que la creen dañina, que la temen, que no saben abrir los ojos o que temen que los fieles a ella los abramos mucho y consagremos una parte de nuestras vidas a su hallazgo y a su adoración.
3.12.16
La belleza
Siempre hizo daño la belleza. Hay épocas en que se advierte este hecho de un modo más evidente y otras en que parece que no causa revuelo, ni que hiere, sino más bien todo lo contrario, como si confortase o hasta curase en cierto modo. Quienes la esconden lo hacen porque la temen, saben que no pueden intervenirla, ni recluirla. La belleza se abre paso, no hay otra fuerza con más vehemencia que ella, no existe lugar al que no acceda, ni sensibilidad (por atrofiada que esté) a la que no conmueva. Cada uno tiene su manera de contemplarla, su modo de apropiarse de ella, pero en todo se observa su presencia. Quienes la anhelan, todos los que la propician con lo que hacen o agradecen la que reciben, no escatiman ningún esfuerzo para que les impregne. No hay día en que no la aprecien, por pequeña que sea su traza, por irrelevante que a simple vista parece. Se ha comerciado con ella, se ha privatizado y se ha prostituido. Es la mercancía más valiosa, la que no se devaluará jamás. Lo que sucede en estos tiempos es que no se espolea. No hay que ser culto para aprehenderla o para disfrutarla, no. Basta que se abran lo bastante los sentidos. Lo malo es que esos sentidos, a fuerza de estar continuamente expuestos a lo mediocre, se hayan embastecido, adquirido la tosquedad de la que luego tarda en desprenderse. No ayuda la televisión, no hay casi nada en ella que se esfuerce por hacer espectadores sensibles. Se prefiere lo burdo, se vende mejor la zafiedad, se le da más consistencia a lo obvio. La belleza, cuando no es absolutamente incontrovertible, se presenta con una sutilidad especial. No se es crítico con ella, no la cuestionamos más de lo necesario, quizá un leve parpadeo, una especie de incertidumbre que apenas dura en la cabeza y de la que después no volvemos a saber nada. De la belleza aceptamos lo que impone. Es incluso un asunto personal como ningún otro lo es. La apreciamos en donde nos place hacerlo. No es un canon, no lo es, aunque algunos se obstinen en redactarlo y en decir qué merece ser considerado bello y qué no lo es. Lo incomparable de la belleza es la duración del placer que proporciona; su adicción también. Una vez se ha entrado en ese vértigo suyo, en el de extasiarse en la contemplación de la hermosura, no hay salida posible. Siempre estará ahí alojada, en alguna parta del mapa de las neuronas, pidiendo su ración diaria, engordando y engordándonos, fortaleciéndose y fortaleciéndonos. Hoy mismo, a punto como estoy de salir, la veré sin margen ninguno de duda. Está ahí afuera, expuesta o agazapada, ofrecida sin que se aprecie mucho o absolutamente evidente, sin recortar nada de su presencia. Puede ser una nube o una sonrisa o un solo de guitarra en una pieza musical o una línea en un texto de un libro que leamos o un paisaje lejano que miramos sin exigencias y que inesperadamente nos toca, nos aturde, nos conmueve, nos convierte en espectadores puros, en testigos de un asombro, en custodios de un hechizo. Que el sábado sea hermoso. Que esta noche, a poco de conciliar el sueño, cuando pensemos en cómo fue el día y qué nos deparó, pensemos también en la belleza, en la que vimos, en toda la que pudimos encontrar y reconocer y atesorar. Allá ésos otros que la creen dañina, que la temen, que no saben abrir los ojos o que temen que los fieles a ella los abramos mucho y consagremos una parte de nuestras vidas a su hallazgo y a su adoración.
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4 comentarios:
Vi pasar una belleza , enfundada en un traje que resaltaba sus curvas.
Pero seguidamente me fijé en la fachada del edificio , de gran belleza que había diseñado Anibal Gonzalez.
Dos Bellezas para admirar por la belleza de sus lineas bien distintas, pero ambas dignas de admiración.
manolo
Me duele la belleza, porque habla de lo que se me escapa. Lo escribió un poeta, no tengo en la memoria el nombre. Excelente, excelente el texto. Muy sentido, muy bien argumentado, muy hermoso por otra parte. Luisma.
Desde luego no me queda más que felicitarte por este texto, por la belleza y tus letras y sin más me voy recordando a Aute y la suya
No saber lo que es hace que perdure.
Una nube, una sonrisa, un paseo.
Grafias por el texto.
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