Un momento de los ensayos del coro de 500 personas en el Auditorio en una edición anterior de 'El Mesías' participativo de Haendel. Fotografía: Samuel Sánchez (El País)
Lo que no hay es respeto. No sé si andamos hacia el bien o es el mal el que toma cuerpo en la calle. No percibo en las conversaciones de los supermercados o en las tertulias de los platós de la televisión o en el congreso de los diputados que haya respeto. Ni siquiera, en ocasiones, lo siento cerca en la escuela, por más que los maestros batallemos a diario por integrarlo en los planes de estudio, en las programaciones de aula o en las competencias que nos hacen consignar como si no tuviésemos otra cosa que hacer o como si no supiéramos que en breve, en cuanto se les antoje, cambiarán a otro modelo, nos harán aprender nuevas claves y gastarán tiempo y caudales públicos en venderlo como la panacea que fueron los antiguos. Entiendo muy bien que William Christie, el director de orquesta, interrumpiera, en mitad de un aria, El Mesías de Haendel en el Auditorio Nacional de Madrid hace pocos días cuando sonó repetidamente el móvil de un asistente. Christie conminó al causante del incidente a que abandonara la sala y prosiguió con la función. Tuvieron suerte quienes estaban allí. En otras ocasiones, ha salido del escenario y ha dado por concluido el evento. Lo que irrita de todo esto es que una persona que de verdad ame la música clásica y haga el esfuerzo de pagar un buen precio por ocupar una butaca y dejarse conmover, aislado del mundo y de sí mismo, permita que suceda una cosa así. Da lo mismo que Christie tenga fama de gruñón y se le vean venir las malas pulgas a la mínima: puede hacer lo que venga en gana. Su trabajo consiste en restituir la música escrita en las partituras, en hacer que los músicos se ensamblen y la belleza prorrumpa. En lo que no puede intervenir es en la educación de quien asiste a lo que él ofrece. Leo que no sólo ha ocurrido en España, lo cual no consuela, pero advierte de un cierto estado de las cosas globalizado. Como si el mundo se estuviese viniendo abajo y nada importara lo más mínimo. Si somos capaces de permitir que sucedan las catástrofes terribles, no hay motivo para que nos preocupe un móvil en mitad de un aria.
No sé dónde está el respeto en el cine. A veces creo que todos deberíamos ser Christie y reaccionar enérgicamente cuando alguien, a título particular, por voluntad propia, estropea el visionado limpio de la película. A la sala grande del cine sigo yendo con la frecuencia que puedo, pero no hay vez en que no entre con la sospecha de que alguien malogrará esa intimidad absoluta que se produce cuando las luces se apagan y comienza la función. Las veces en que he padecido la cercanía de alguien que decide hablar o reír o atender de modo enfermizo su móvil me prometo no volver nunca y ver las películas en casa. Promesa que, por fortuna, nunca cumplo. En casa, perdido el romanticismo, elabora uno el escenario alternativo idílico y lamenta, al finalizar la película, no dejar la butaca, no salir del cine y no andar con la trama que hemos visto metida en la cabeza. Ayer, viendo Rogue One con mi hijo, sentí que no todo está perdido. Tuvimos la sensación de que las naves galácticas volaban el hiperespacio sólo para nosotros. Y pensé en Christie y en el móvil infame que hizo que, al menos hoy, todo el mundo hable de que El Mesías fue interrumpido en el Auditorio. En España se habla de cultura cuando le sale un roto, cuando su periferia (los móviles, la falta de iniciativas estatales, el IVA o la vida privada de quienes la trabajan) se hace visible. Seguimos mirando el continente más que lo contenido. Luego dirán que es la escuela quien debe procurar esa impregnación, la de la cultura, la del respeto, la del silencio cuando la belleza aparece. Somos muchos los responsables. No es, en exclusiva, la escuela. Yo, en mi aula, pido continuamente que mis alumnos escuchen con atención y pido, sin que todavía me haya sentido descorazonado o haya flaqueado mi voluntad, que se respeten entre ellos. El anhelo es el de evitar que los christies del futuro echen de la sala al insensible de turno. Porque es una cuestión de respeto, sí, o de cultura o de educación, pero sobre todo es una cuestión de sensibilidad. De haberla, no habría que hacer nada más. Ella hace que entremos en la sala con solemnidad y sintamos que lo que vamos a contemplar o a escuchar está hecho para nosotros y se le debe expresar un agradecimiento, aunque sea invisible. Da lo mismo que programen el Mesías de Haendel o Rogue One.
No hay comentarios:
Publicar un comentario