La edad es siempre cosa de otros. A veces no se tienen conciencia de que todos esos años que han pasado sean propiedad de uno. Parecen ajenos. Que sean veinte o (yo mañana) cincuenta es de verdad irrelevante. Siempre tiene uno toda la vida por delante. Luego está la ocurrencia de Borges sobre cómo es posible que te preocupe el infinito futuro si perdiste el infinito pasado. Uno avanza en edad sin que intervenga voluntad ajena. Hay días largos que parecen vidas enteras. Días que ocupan la extensión de muchos, en todo caso. No habrá nada mañana que me distinga de quien hoy es un día más joven. En cambio, toda esa suma de días elementales y precisos, compactados en años, hacen asequible la idea de que envejecemos y de que las cosas no son igual y ni uno mismo tiene parecido a quien fue un año antes. El tiempo, mirado con distanciamiento, es un pasatiempo burgués, una especie de salida de tono que buenamente puede pecar de frívola o de patética. Lo de cumplir años acarrea festejos que a veces no deseamos: se acatan porque en el fondo agrada que los demás ocupen un pequeño tiempo en nosotros, y nos echen el brazo al hombro o nos besen o nos abracen o nos digan lo viejos que somos y lo trágicamente veloz que es el tiempo cuando lo descuidamos. Tengo un amigo (pongamos J.) al que le irrita de modo extraordinario dar las gracias continuamente y explicar lo bien o lo mal que se siente y las ganas que tiene de que los cumplan otros y así volver a no estar en mitad de todo, expuesto a ser besado, abrazado, inevitablemente conminado a manifestar su estado de ánimo. A A.B., sin embargo, le parece el mejor día del año. Lo planea con cuidado, organiza con el mayor de los esmeros las cosas que va a hacer o con quién lo festejará. A.B. sufre más que J., en el fondo. Hacer planes siempre es malo. Suelen malograrse. Es mejor que el azar lo impregne todo. No es el que sea lo que Dios quiera, pero se le parece mucho. Hoy ya me han deseado que mañana sea un día feliz. Yo agradezco de corazón esas efusiones sentimentales. Ya sabe uno contentarse con poco y aprecia los detalles pequeños, lo que los que nos quieren improvisan para hacernos ver lo cerca que estamos de ellos. Uno desea amar mucho y que lo amen mucho también, pero en esa trama de novela romántica siempre faltan episodios, escenas de fuste, frases hermosas. Todos albergamos el mismo tierno sentimiento. La gente dura reprime manifestarlo. Los blandos lo aireamos sin pensarlo mucho. Hoy no ha sido el mejor de los días, no, no lo fue; tampoco fue uno malo de los que se recuerdan con tristeza. La idea es ir aprovisionándose de una colección variada de opciones. Los días grises, los rojos, los que huelen a lluvia, los sinfónicos, los aburridos, los de la lujuria, los que hacen que vivir sea un vals. No sé si mañana (una vez que todo amaine) tendré algo más que comentar sobre este irrelevante asunto. Lo que sí es cierto es que nunca voy a cumplir cincuenta años de nuevo. Mi amigo Antonio (a Antonio se le nombra abiertamente) dice que tenemos que celebrarlo. Hoy me ha insistido (él insiste mejor que nadie) en aplazar los festejos y encontrar un día para que yo pague unas cañas.
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