Hambrunas, pandemias, palabras
Hoy escuché hambruna. Me sonó violenta, sonaba como un disparo. No es una de esas palabras que pasan desapercibidas y excede la frivolidad con la que a veces despachamos ésa otra, hambre, con la que tratamos ocasionalmente y que no solemos tomar en serio. La hambruna es otra cosa. La padecen la gente que no saludamos en la calle, ni la que nos acompaña en las terrazas, en los bares, en la puerta de los colegios. Se tiene de la hambruna una idea escandalosa, compleja, con la que no podemos hacer otra cosa que teorizar, como yo hago ahora, si me permiten. Se habla de lo malo porque no nos afecta o lo hace tangencialmente, de rondón, cuando comemos en la cocina y el telediario informa de que un país la sufre, la hambruna, y enferman o mueren sus ciudadanos. Se colige de esa incontingencia que no son ni ciudadanos. De serlo de verdad no habría hambruna que los exterminase. La escasez generalizada de alimentos, lo que dice la RAE que es hambruna, no debería ser admitida en ninguna sociedad en la que convivan en armonía, en paz. Admitiéndose, a lo visto, sólo tenemos que lamentar el bárbaro mundo en el que decimos convivir. Hace tiempo que en la escuela cuento la misma historia: la de que es el azar el que nos hace nacer en un país como el nuestro (con sus vicios, con sus grietas, con sus pecados) en lugar de otro. Pueblos ésos, los que no prosperan, los que les devasta el hambre o la sed o las guerras, que figuran entre los pandémicos. Son muy curiosas las palabras. Hambruna, pandemia. La una está incrustada en la otra de modo que no es posible concebirlas separadamente.
Schengen ya no mola
La novedad introducida por las políticas tóxicas que imperan ahora es que las hambrunas (o las pandemias) no suceden lejos de donde vivimos. Las tenemos a las puertas, están a punto de entrar en casa, y cree uno que el asunto de la hospitalidad con quienes las padecen se está convirtiendo en un tema de Estado que nadie quiere. Políticas incapaces de mancomunarse a la búsqueda de una solución que frene (o anule) esta riada de refugiados. Duele (si cabe duele más) al reconocer que es el hipotético país de acogida el que, pudiendo, declina o se resuelve inhábil en la mediación del conflicto o en su solucion. Europa (hoy más que nunca) debe afinar su carácter integrador, esa especie de salvaguarda moral que se le atribuye. O será que no es depositaria de ningún bien ancestral. Que no fue en Europa donde nació la cultura. Es eso, la cultura, la que se está desmoronando. Desprestigiando incluso. Es la incultura (entendida así) la que malogra la posibilidad de que los pueblos no rivalicen, no se masacren, no decidan exterminarse o sacrificarse. Repatriar emigrantes, argumentando que la casa está llena o que son maleantes - los habrá, sin duda - quienes se cuelan - no resuelve el problema, aunque lo aparta, lo aleja de las calles familiares, lo reduce a un par de minutos (cinco si la cosa es grave) en los telediarios de la noche. El argumento de que sean legales o ilegales sólo introduce un matiz administrativo, ineludible, por supuesto. Queda en la administración, en su eficacia, que entren, se eternicen en la frontera o sean ordenada y convenientemente repudiados, devueltos a casa, de donde no querríamos que hubiesen salido. Queda que se organice la forma en que todo sea una vecindad multicultural, que no es asunto de fácil encaje. Sólo hay que ver el panorama, advertir los rotos de ese pespunte idílico en el que los distintos se abrazan y conviven.
Adenda / Antielogio del mercado
El mal es el mercado. El mal es invisible; por anónimo, por mediático, es invisible. Se cierran las fronteras para que la casa no se llene. En el fondo, a conveniencia de la moral de cada uno, pero incontestablemente, no existe una casa preparada a fondo para que abastezca a quienes la habitan de nuevas. Lo de aquí cabemos todos o no cabe ni Dios, cantado por la izquierda progre y por los cantautores de la transición, viene a ser lo mismo, es cierto a medias. Como no caben es sin haber elaborado un modo de que quepan. Es en eso, en la falta de ideas, en la imposibilidad teórica (primero) de que todos se integren y colaboren y reviertan en la sociedad que los ampara y en la imposibilidad práctica (después) de que exista una oferta real de trabajo con la que puedan subsistir, medrar tal vez, sin que las (flacas) arcas de los Estados los alimenten. Todo es cosa de que los mercados funcionen. Las guerras las dirigen los mercados. Las hambrunas las crean los mercados. Las pandemias las crean los mercados. El mercado, el gran gobernante, el que dice y espera que, al decir, escuchen, escuchemos. El mercado, cuando se pone bruto, funciona sin respeto a sus asalariados. Los humilla, los pervierte, los jibariza. El mercado, cuando se pone serio, se tambalea, deja de ser mercado, no funciona como mercado, termina por defraudar y no cumplir con lo que se le encomendó. El mercado es el mar que se cobra las vidas de los que van en las pateras. El mercado no tiene las obligaciones que sí tienen los países miembros de la Unión Europea. Visto así, el mercado parece una cosa extraña, una cosa etérea de poco o ningún asiento con lo real. Como si lo real le afectase y le doliese.
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