Ilustración: Eva Vázquez
Hay que estar bien, bien con los demás o con uno mismo o las dos cosas juntamente, para escribir sobre la bondad. Se precisa ese estado armónico en el que sientes la tierra bajo tus pies y reconoces tu lugar en el mundo. Cuando se fuga, en el momento en que te abandona, todo lo que se te ocurre no trae bondad alguna, no permite que lo bueno que se tiene alrededor fluya y te impregne. No creo que yo haya escrito mucho sobre la bondad, no hace falta que relea ahora ni que pregunte a los lectores habituales, amigos en la mayoría de los casos. Hay una inclinación natural a que lo malo aflore. Tenemos esa inercia a pensar que lo ajeno no merece ningún elogio por nuestra parte. Los que damos, los elogios que inadvertidamente pronunciamos, son firmes, se entienden a la primera y no escatiman recursos, pero no abundan, no fijan una rutina fiable desde la que montar una nueva manera de contemplar el mundo. Parece como si explayarnos en halagos nos rebajara. Como si el esfuerzo en valorar lo de los demás hiciese que flaquease nuestro prestigio o como si aplaudir fuese un desgaste.
La educación consiste justamente en eso: en apreciar lo bueno, en agradecer que alguien decidiera escribir poemas de amor mejor de lo que podríamos hacerlo nosotros mismos, en sentir un infinito afecto por quien compuso una sinfonía o una canción pop de tres minutos para que mi cuerpo temblara o brincara o sintiese que el corazón se le pone tierno o se incendia o estalla de arrobo puro. Toda la posible cultura que yo pueda tener se basa en ese sentimiento de agradecimiento. Lo que a veces trato de hacer ver a mis alumnos es que los cuentos de los libros que leen están hechos para ellos. Que alguien se sentó un día en la sombra de un árbol o en una frondosa mesa de roble en una cabaña de campo de hace doscientos años o en un patio donde el sol de la tarde empieza a desvanecerse para que ellos pudieran escuchar todas las aventuras que adoran. Que esa gente que no conocemos nos visita a diario y está cerca nuestra al modo en que lo están los zapatos que calzamos o la calle que atravesamos para ir al parque o venir a la escuela. Viene Julio Verne, les digo. Ojalá pudiera conseguir que amen a Julio Verne como yo lo amé mucho más tarde la edad que ellos tienen ahora. He perdido el placer de leer Viaje al centro de la tierra o Veinte mil leguas de viaje submarino con once años. Ese es el bien que vence al mal, podría decirles. Es la literatura la que nos rescata. Basta abrir el corazón (o lo que sea que abramos cuando se pone a funcionar la mecánica íntima de los cuentos) para que no haya nada malo que pueda pasarnos. Es dentro de los libros en donde encontramos la paz y la armonía y el mundo cobra a veces el sentido que afuera no posee.
Por eso yo elogio a los mil escritores que están ahora mismo a mis espaldas. O los mil cuatrocientos, no los he contado. Yo escribo y ellos me tutelan. Todas esas baldas que revientan de libros me escoltan cada vez que me siento a escribir. Podría ser hasta que insuflaran ánimo y yo escribiese porque ellos están detrás, ya digo, cuidando de mí de una manera que no sabría explicar y de la que tal vez no habría que pensar en demasía. Es probablemente ésa la magia que hace que ahora yo continúe tecleando y piense en el mal, en el horror del coronel Kurtz, en el abismo de Helm, en el Maelstrom de Poe, en todo ese mal maravilloso que reside en el alma de los libros y que se ofrece cada vez que uno los abre y celebra el festejo íntimo de la lectura. Hoy, cuando andaba muy atareado en el trabajo, yendo y viniendo, subiendo y bajando, pensando en más cosas de las que soy capaz de pensar, recurrí a una vieja idea que siempre uso cuando la realidad viene sobrevenida, un poco asfixiante. Pensé en el libro qué empezaría esta noche. Anoche acabé Mientras agonizo. Faulkner es un amigo antiguo, pero le tengo desatendido hace años. Ahora, a poco de clausurar ya el día, me pondré a mirar aquí y allá y acabaré eligiendo uno. Será el bien triunfando sobre el mal. La belleza sobre lo que no posee belleza alguna. Y también hay que estar bien, bien con los demás y con uno mismo, para leer y encontrar bondad en lo leído. Incluso la hay, bondad digo, cuando uno presiente que todo es terrible y que la historia es de una tristeza espantosa, pero entrevé una luz, una frase suelta que acaudala toda la verdad del mundo, todo el amor del mundo en unas cuantas palabras.
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