El niño que fuimos asoma cuando menos lo esperamos. El otro día lo hizo cuando escribí mi nombre en un formulario. Conforme iba registrando las letras lo que yo observaba era el cuerpo feliz del muchacho que fui dejando atrás. Lo vi con una nitidez que a veces no consigue uno cuando desea afinar en lo real, en lo que los ojos nos permiten ver. Imagino que no se fue en absoluto ese niño: sigue ahí, pendiente de que una circunstancia fortuita lo reclame y aparezca. Una de las ventajas de ser maestro es que se pueden forzar las apariciones. En cierto modo no hemos dejado nunca el colegio. Siempre hemos estado en un pupitre. No dejamos de aprender mientras procuramos, en lo posible, enseñar algo. Es un oficio hermoso el mío. No hay día en que no tenga un pequeño arrebato de felicidad por sentirlo una parte mía. Está también el lado oscuro, el que no considera dejarse enternecer y cree absurdamente que no es posible traer de nuevo al niño. No sé si es fácil hacerlo regresar. Basta quizá una fotografía, un cuento escuchado con atención, un cromo de un futbolista del Atleti de los setenta o la portada de un disco (probablemente sería alguno de los primeros de la Electric Light Orchestra). Nunca dejamos de ser el niño que fuimos. Vuelve a poco que se le llama. En realidad no se hace nunca de rogar. Es, con diferencia, el yo con el que fuimos más felices, el que no nos permitió contemplar lo terrible del mundo.
31.5.14
La mejor versión de uno mismo
El niño que fuimos asoma cuando menos lo esperamos. El otro día lo hizo cuando escribí mi nombre en un formulario. Conforme iba registrando las letras lo que yo observaba era el cuerpo feliz del muchacho que fui dejando atrás. Lo vi con una nitidez que a veces no consigue uno cuando desea afinar en lo real, en lo que los ojos nos permiten ver. Imagino que no se fue en absoluto ese niño: sigue ahí, pendiente de que una circunstancia fortuita lo reclame y aparezca. Una de las ventajas de ser maestro es que se pueden forzar las apariciones. En cierto modo no hemos dejado nunca el colegio. Siempre hemos estado en un pupitre. No dejamos de aprender mientras procuramos, en lo posible, enseñar algo. Es un oficio hermoso el mío. No hay día en que no tenga un pequeño arrebato de felicidad por sentirlo una parte mía. Está también el lado oscuro, el que no considera dejarse enternecer y cree absurdamente que no es posible traer de nuevo al niño. No sé si es fácil hacerlo regresar. Basta quizá una fotografía, un cuento escuchado con atención, un cromo de un futbolista del Atleti de los setenta o la portada de un disco (probablemente sería alguno de los primeros de la Electric Light Orchestra). Nunca dejamos de ser el niño que fuimos. Vuelve a poco que se le llama. En realidad no se hace nunca de rogar. Es, con diferencia, el yo con el que fuimos más felices, el que no nos permitió contemplar lo terrible del mundo.
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3 comentarios:
Ese niño que hay en nosotros, reclama su sitio.Cuántos niños mueren de pena en los arcones,
en la opacidad de ojos que no sueñan. Un saludo.
Fueron unos años dulces, terribles, llenos de perfumes y sabores que aún me sustentan. Con ellos se ha formado el nudo de la vida. Creo que la muerte no consiste sino ir disolviéndolos a través de la memoria. Con la máxima lentitud posible.
Un abrazo
Los niños no se van nunca. Lástima me da quien lo pierda al suyo. Si se van del todo, se muere uno, aunque ande las calles.
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