Muerdo un helado de turrón como si estuviese tragando cicuta. No hay nada que yo pueda decir que haga comprensible esta sensación mía. De hecho jamás la he compartido. No creo ni que sea un hecho familiar, del que se pueda hablar en una reunión de amigos o a la mujer, en la cama, cuando va cayendo el sueño y está la boca suelta, loca por contar lo que no suele. He probado con el helado de fresa y con el de vainilla, pero es el turrón el que me produce ese miedo primario, de quien se cree morir y no encuentra nada que lo alivie.
Están en la playa todos los turistas de siempre. Los conozco. Sé quiénes son. Vienen de verano en verano, arrastran su coppertone, dejan las toallas en la arena, clavan las sombrillas, miran al sol como si fuese el último sol y se zambullen en el mar como si se acabase y fuese la ola en la que se pierden la última, la más hermosa y la más terrible. Es una vida privilegiada la de los turistas. Juro que no he visto otra mejor. Yo voy y vengo con mi nevera. Me esmero en que se me entienda bien. Hago lo que puedo para que todos desocupen sus asuntos y reparen en mí, en la gorra de la NBA y en mis gafas de sol robadas. Llevo birra, llevo refresco, llevo cold drinks. En cuanto acabo con las existencias de latas, paseo los helados. Voy dejando un olor dulzón. Hay quien solo me huele. Ve venir al viejo. Observan con falsa indulgencia cómo me acerco y dejo la nevera en la arena. Me dejan contar la retahíla. El turrón. El limón. La cerveza.
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