Hay gente de una bondad tan honda que suelen pasar por tontos. Se les tiene un afecto muy elemental, uno sin pulir, pero no abusamos de su trato. Quizá creemos que vamos a terminar contaminados de bondad, infectados por ese aura de armonía y de pureza. Puestos a elegir, uno prefiere siempre la maldad. Vale más que le tengan por retorcido que por pazguato. Se es tonto sin voluntad, pero lo malo siempre se adquiere. Va uno ganando conforme van pasando los años, aunque haya ya una semilla que viene cargada de fábrica. He visto excelentes malvados. Mejores en lo suyo que los otros obrando lo contrario. No he visto buenos que me hayan marcado. Los pocos personajes que me han fascinado de verdad son los que se han inclinado al mal. No un mal absoluto, pero sí uno que se está amenizado con fatalidades, penurias y adversidades de variado argumento. Perdura lo que hiere. El olvido se ceba con las cosas limpias, con las que no se entabla conflicto alguno.
Atticus Finch y Cody Jarrett están frente a frente en una habitación. Una parte de nosotros quiere que Finch lo convenza, que lo haga entrar en razón, avenirse al discurso de la bondad, pero hay otra (no sé cómo argumentar muy bien esto) que se alegra de que el cabrón de Jarrett lo anule. Creo que anular es un verbo razonable. El poder de la literatura es precisamente éste: conjeturar; dar por válido lo que no lo es; crear una trama fiable de algo que, fuera de ella, es inasumible. Queremos que exista el coronel Kurtz, aunque no podamos enfrentarnos a él, sentir que está cerca, sospechar de que hay algún kurtz por ahí, agazapado, pensando, tocándose la calva en mitad de la selva, creyéndose dios mientras los demás lo adoramos.
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