2.4.25

Como un abrazo de las nubes



Tomada como una contrariedad, la edad es siempre cosa de otros, no nuestra. La mía no se resiente si me la echan en cara. No es que la lleve bien, sino que ni se me ocurre llevarla mal. Lo que no tengo es conciencia de que todos esos años sean de mi propiedad. Algunos, los más antiguos, se me van descabalgando, adquieren la sustancia de la sombra, se afantasman, pero la memoria obra sus prodigios y extrae de ellos su parte hermosa, la que todavía cuenta. En realidad, no sé cuáles fueron de verdad míos. Andan algunos muy a la deriva. Como si otro los hubiese llevado encima, no yo. La felicidad es una propiedad prestada. Se tiene, se suelta, se aleja, regresa. Todo es bucle. Feliz bucle. Hasta en un solo día es posible comprobar esa montaña rusa formidable de estados de ánimo. Uno cumple años sin que intervenga la voluntad de hacerlo. Los años se persiguen, los días se acumulan. Qué jolgorio, qué precipitación de cosas, qué de alegrías y de penurias, qué bien, qué mal. No hay nada que nos distinga  de quien ayer era un día más joven. Al tiempo se le encomiendan las cosas que nosotros mismos no nos aventuramos a hacer, pero soy feliz hoy. El de ayer, festejado, fue un día bonito. Uno cumple años a veces sin percatarse de que los está cumpliendo, no sé si me explico. En esa comisión del tiempo, se congracia el espíritu con la incertidumbre, que es una forma de la felicidad. Y no saber y no querer que nos expliquen. Como una metafísica doméstica, sin pulir. Como un abrazo de las nubes. 

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