LA ELOCUENCIA DE LA PIEDRA
La piedra se obstina en su condición tosca de sustancia sin motivo. En su mirar corto, cree saber que no tiene de qué alardear. Que no se la impregnó de belleza cuando la belleza fue repartida por el novicio orbe. Accede de mala gana a ocupar la pedestre residencia de las cosas a las que no se les concede aprecio. Envidia la literatura que se dispensa a las flores o a la lluvia. De haber sido árbol o nube, no sentiría la pena honda que la come por dentro.
Una piedra es una anomalía del paisaje. También una impertinencia de la Historia, si no se atiende a su virtud fabril o a su concurso en la peripecia de la industria cuando el hombre la reverenció y tomó como extensión confiable de su cuerpo.
El refranero o la canción popular no la prestigia: tirar la piedra y esconder la mano, una piedra en el camino me enseñó que mi camino era rodar y rodar, tropezar dos veces con la misma piedra, tirar piedras sobre el propio tejado, el que esté libre de pecado que tire la primera piedra. Citas que comprometen o eluden una alabanza.
Es ella la que ha sostenido la verticalidad desafiante del género humano y hasta se construyeron iglesias invocando su recia verdad sin tiempo ni memoria.
La piedra encierra la dignidad de los pueblos. Habría que contar con ella cuando deseemos contar algo noble y bueno que nos justifique o nos ensalce. Tal vez no contribuya a su reputación que se la reclame para escenificar el primer y más que influyente fratricidio del que se haya guardado registro. He aquí a Caín abriéndole la cabeza a Abel. No fue precisamente una apreciable tarjeta de presentación. Fuentes de autoridad probada sostienen que pudo ser algún aparejo agrícola o un palo de singular grosor.
Al ver algunas, pensé en lo que contarían si hablasen. No es mía esa frase. Descree uno de elocuencias sobrenaturales, pero aguza el oído por si no es la razón la que finalmente escuche.
Al declarar la sombra su tornadiza sustancia de luz, el objeto que la anuncia desaparece.
La tierra es un eco tosco de todas las piedras que han sido, las que han obedecido la velocidad del invierno y se han acogido al rigor lento del verano. Es de piedra o de veneno el tiempo. Cántico y ofrenda. Luz que agoniza en la piedra, piedra que agoniza en la luz.
EL POEMA DE LA PIEDRA
Probé una vez a llevar una piedra en el bolsillo. Cogí una sin excesivo apresto de piedra. No pesada, ni tampoco ligera. Tenía el tamaño y la consistencia apropiadas para que tuviese conciencia de su presencia. Conforme avanzó la mañana, sentí la necesidad de escribir algo sobre ella. No sobre la piedra en general, la piedra antigua, la que presenció el albur de los tiempos o la que persiste en el interior de todas las demás piedras como una especie de memoria
compartida, sino aquélla cogida sin demasiado esmero del suelo de una calle y alojada en el bolsillo. No fue así después. No quise que fuese así después. Pensaba las palabras y las rehusaba después, hilaba un verso que me parecía prometedor y sacaba el móvil con la intención de apuntarlo. El poema se fue construyendo durante una parte del día. Comprendí que si sacaba la piedra del bolsillo no habría poema, no tendría posibilidad alguna de que algo saliese de ahí. El mismo hecho de que una piedra en el bolsillo conduzca mi actividad mental podría ser considerada una anomalía lo suficiente llamativa como para extraer de ella cualquier otra consideración, incluida la de que escriba poemas en mi cabeza mientras ando o junte unas palabras con otras por ver qué tal suenan, si se abrazan o hasta copulan, por festejar el regocijo intenso de esa sobrevenida unión. Al término del día, cuando volví a casa, saqué la piedra del bolsillo en la que había estado junto a un manojo de llaves. La arrojé a la acera. Tendrá su oscura vocación de verso suelto de un poema mayor al que finalmente no pude dar entera forma. Hubo una tentativa, nada más. No me incomodó que el ingenio o la inspiración o la terquedad diesen con las palabras adecuadas, lograsen conmover el silencio con el volcado del ruido. La poesía es ruido que ocupa la propiedad del silencio. La piedra fue palabra y fue objeto. Duró mientras que ambas ideas congeniaron. Cuando el objeto, la piedra que arrebaté al suelo, dejó de parecerme cosa mía, el poema surgió con pasmosa naturalidad. No tuve que escribirlo: se mantuvo hasta que pude disponer de tiempo y anotarlo. No se corrigió una palabra. Era la piedra la que absurdamente dictó su inútil contenido.
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