Sentado, cerrados los ojos, en un apartado jardín, sin el estorbo del ruido ni de la memoria, Buda consiguió la iluminación. Quiero decir que accedió a la luz (o permitió que la luz le invadiese) sin que ninguna claridad exterior certera lo bañarse. No es la luz de verdad a la que aspiraba Buda, sino otra, menos tangible, si eso es posible, de una presencia más etérea, refractaria a que se la tase o escudriñe. Así uno desea ser iluminado, sin otra injerencia que la de las metáforas. Ellas nos conducirán. La luz es un metáfora. El objeto al que alude es sutil y es frágil y a veces únicamente cerrando los ojos, negando la misma luz, se accede plenipotenciariamente a él. Leer es mirar con los ojos cerrados. El abismo se explora con los ojos cerrados. Si los abres, el vértigo te aturde. La realidad sólo la explora el aturdido. En el asombro, en el aturdimiento, la realidad se ofrece más luminosamente. La realidad, en ocasiones, informa sobre sus extravíos, y el artista, en ese trance que lo faculta para la transcripción exacta, registra la caligrafía del prodigio. La realidad tiene ese uso mixto; por un lado vale para circular por ella, y por otro se puede circunvalar, hacer que la topografía no cuente, desistir en el empeño de la luz tangible, que es una distracción, que no es siempre fiable, y acometer la empresa de acomodar la luz invisible, la que baña el espíritu, la que lo sublima, aunque tampoco ella dé las respuestas. Lo real transcribe un sueño. Geometrías privadas, formas sin fondo. En las afueras, en el margen, la realidad establece un diálogo más hondo con su usuario: lo zarandea, hurga, seduce, violenta. En cierto modo, la realidad es un obstáculo casi siempre. Vivir, en ese hilo sutil de las cosas, es un riesgo. Bendito él. Respirar aturde. El abismo es el tiempo. Respirar duele. El corazón es el veneno y es la pócima. Concierne al artista descerrajar los usos de la costumbre. La realidad carece de resultados. Está. Es. Persiste. No es algo de afuera, nada que pueda medirse, ajustarle un número.
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