3.7.20

Bosquianadas VIII / El jardín de las delicias / El infierno


Hay quien se satisface con poco y a casi nada da importancia. A poco que se le agasaja, cuando media un halago o una dádiva, por pequeña que sea, rompe en entusiasmo y se le vuelve generoso el ánimo y en todo da su complacencia. Es un recurso antiguo. La boca es fácil de callar, se convida a reprenderse pronto: también lo que a lo que se le empuja a decir. Es esa dictadura del premio, se merezca o no, haya motivos o ninguno en absoluto. Cuando esa política abunda se deteriora el concepto mismo del regalo, que viene a ser una compensación blasfema, en casi todos los casos subvencionada por las arcas públicas, de utilidad peregrina muchas de las veces, traída sin consultar a quienes harán gestión de uso. Si se perpetúa, cuando se enquista en la sociedad y a nadie sorprende, es el gobierno el deteriorado, convertido en un bazar de oportunidades. Como el padre que maleduca al hijo y lo contenta con golosinas, aunque la hora del almuerzo esté al caer. A falta de una administración eficaz tenemos un consorcio de mercaderes o de padres irresponsables o desentendidos. De ahí a la ruina del sistema dista un tramo corto: al final se acaba pagando el peaje de ese inconveniente negociado de favores. Primero cunde el despropósito, alentado sin doblez, lujosamente difundido por las vías habituales; luego irrumpe el caos, la consabida enfermedad de las instituciones, el descenso paulatino al desorden y a la ineficacia. No cabe la ignorancia, el informe torpe, el yo no sabía, el esto se arregla. El buen vasallo que anhelaba buen señor cunde todavía. El argumento de que no todos son buenos vasallos ni malos señores es admisible, por supuesto. Otro discurso peligroso consiste en extender la ficción de que la política está ocupada por incapaces. Sucede que es al incapaz al que se le da casi siempre nombradía: el ejercicio erróneo se difunde más que el atinado, el mal fascina más que el bien. El problema (por encima de argumentos y de discursos) es que importa más la wifi que la ratio, el aditamento escenográfico cuenta más que la elocuencia de la trama. Tiene la política ese aire teatral que a veces le conviene para que ocurra el milagro de la literatura. Vemos la realidad como si fuese una convención ficticia y la ficción como un simulacro de la realidad. Si no fuese trágico, podríamos hasta enternecernos, por puro regocijo estético, por ese pulso de lo maligno que nos hace tener pensamientos poco constructivos también. 

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